La oscura noche argentina
Gustavo Páez Escobar
Una excursión por los alrededores del imponente lago Nahuel Huapi, en la Patagonia argentina, me llevó hasta un paraje solitario: la mansión El Mesidor, donde la presidenta María Estela Martínez de Perón, más conocida como ‘Isabel’, estuvo prisionera durante varios años tras su derrocamiento por la Junta Militar presidida por el general Jorge Rafael Videla.
En cercanías de la casa apareció un aviso que ordenaba reducir la velocidad y no detenerse en aquel lugar recóndito, que se me antojó lleno de fantasmas. Dicho espectro del pasado, símbolo de un terrible período de cárceles y desapariciones, aún se mantenía en pie en medio de fantásticos paisajes, y se mostraba al viajero como una atracción turística, aunque sin permitirle el ingreso a ese territorio de sombras.
Hace 30 años, el 24 de marzo de 1976, ocurría el golpe militar más funesto de la historia argentina, que no sólo quebró el orden constitucional sino que implantó la peor época de terror vivida a lo largo de las rebeliones militares iniciadas en 1930. La última dictadura del siglo, la del 76, explotó como consecuencia de la serie de desaciertos cometidos por la señora de Perón: abuso del poder, violencia implacable, ineptitud administrativa, enriquecimiento ilícito. La ciudadanía, por supuesto, recibió con júbilo la noticia del golpe de estado.
Sin embargo, no se presentía que con el mando militar se instauraban siete años y medio de represión y barbarie, en los que se emplearían métodos mucho más despiadados que los ejercidos por la mandataria depuesta, que una vez, desde un balcón de la Casa Rosada, amenazó con convertirse en “la mujer del látigo”.
Como ironía para la antigua bailarina, la Junta Militar usó con ella castigos más atroces que el látigo, al mantenerla recluirla en absoluta soledad en la casa de la provincia de Neuquén que hace poco me surgió a la vera del camino. Sólo se le permitía leer la Biblia y se le prohibía escuchar noticias y recibir diarios o correspondencia. Se rumora que durante algún tiempo mantuvo un idilio con el capitán Valverde, uno de sus guardianes, quien fue trasladado al descubrirse la noticia. El célebre síndrome de Estocolmo.
La dictadura, fuera de violar todos los derechos humanos, causó grandes estragos a la economía, de los que el país todavía no se ha repuesto. La deuda externa alcanzó niveles insoportables. La pobreza saltó de 3,2 a 38,5 por ciento. La brecha entre ricos y pobres se agudizó en forma exagerada y el país sufrió una crisis de proporciones gigantescas.
Se calcula en 30.000 el número de desaparecidos. Con el llamado Plan Cóndor se puso en ejecución un sistema abominable para detener a los opositores, torturarlos y asesinarlos. Nadie podía hablar mal del régimen. La libre expresión estaba coartada. La represalia era la orden del día. En síntesis, los militares desempeñaban el mando supremo sobre la vida y la muerte.
Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de la Plaza de Mayo, buscaba como una desesperada a su hijo Néstor, uno de los 30.000 desaparecidos. Y no lo encontró por parte alguna. Más tarde, ella también fue detenida y torturada en la Esma, organismo del que hacía parte Alfredo Astiz, el “ángel de la muerte”, que hoy se encuentra en presidio. Otro miembro de la siniestra organización, Emilio Massera, condenado a cadena perpetua, fue declarado loco.
En meses pasados vino a descubrirse que el cadáver de Azucena había sido lanzado al mar, lo mismo que había ocurrido con infinidad de víctimas: religiosos, laicos, periodistas, escritores, intelectuales, artistas, obreros, estudiantes, niños, jóvenes, adultos… todo el que protestara contra el régimen del pavor. La mayoría de los cadáveres fueron enterrados como personas anónimas en algún cementerio, o fueron a dar al mar.
Las madres y abuelas de los desaparecidos organizaron a partir del 30 de abril de 1977 marchas semanales (todos los jueves, a las 3 y 30 de la tarde) hasta la Plaza de Mayo, donde le mostraron al mundo el dolor que las afligía. En 29 años, sólo tuvieron una interrupción, entre 1978 y 1980, al haber sido desalojadas de la plaza por perros furiosos, tan satánicos como sus amos militares. La desgracia del pueblo argentino se esparció por todo el orbe como un polvo de la maldad humana.
Las marchas cesaron en diciembre del 2005 ante las cenizas de Azucena Villaflor (su cuerpo al fin logró ser rescatado del mar), que fueron depositadas junto a la Pirámide de Mayo como ofrenda perenne al valor de esta mujer y de todas las madres torturadas por el despotismo. La mayoría de esas madres están muertas o son mayores de 90 años. La viuda de Perón, liberada en 1981, reside desde entonces en España, con absoluta holgura económica.
Entre tanto, el octogenario general Videla, el mayor responsable de la “guerra sucia”, mirará desde su arresto domiciliario hacia las profundidades de su conciencia, y es posible que se estremezca. En realidad, las cenizas de Azucena fueron entregadas a la memoria de todos los pueblos para que nunca olviden que el ser humano, vilipendiado y masacrado como en este capítulo bochornoso de la Argentina, hace estremecer la tierra.
El Espectador, Bogotá, 25 de marzo de 2005.