España, ¿sin fumadores?
Por: Gustavo Páez Escobar
Difícil imaginarse a un español sin su cigarrillo en los labios. Hablo de “su” cigarrillo como si se tratara de una de sus pertenencias de uso ineludible, que en efecto lo es. Hay, claro está, muchos que no fuman, pero la imagen que se ha transmitido al mundo es la de un país envuelto en densas capas de humo.
Es una herencia que viene desde días inmemoriales. Aquella frase según la cual “cada hijo llega con su pan debajo del brazo”, podría modificarse por esta de la misma certeza: “Cada español llega con su cigarrillo pegado a los labios”. Todos los habitantes de ese país, en mayor o menor grado, en forma directa o indirecta, están contagiados por el humo maligno. Si alguien se declara libre del hábito pernicioso, habrá en su propio hogar varios o muchos que lo practican.
La misma literatura española está infestada de nicotina. Don Quijote y Sancho Panza recorrían los caminos y las posadas en medio de fuertes nubes de tabaco. El humo se contorsiona en infinidad de obras con cierto amago de incendio, y sus páginas permanecen intactas. En el cine moderno, el galán acentúa su estampa de seductor con un cigarrillo bailándole en los dedos o en los labios, como gesto de arrogante virilidad que debe encantar a las mujeres.
El cigarrillo es en España parte de su cultura milenaria, como lo es el maíz en Méjico, la coca en Bolivia o la papa entre nosotros. En Colombia logramos erradicar la chicha y el guarapo, con lo que pretendimos liberarnos de un vicio embrutecedor, pero los sustituimos por el aguardiente, bebida que tomada en exceso es tan dañina como aquellos licores aborígenes.
Los españoles llevan el cigarrillo en la sangre y en el espíritu, lo mismo que en los labios: con la mente también se puede fumar. Muchos no inhalan el humo, y gozan lanzándolo al aire como volutas de ilusión. O lo hacen contra el rostro de los demás, con gesto de mala crianza, convirtiéndolos en fumadores involuntarios. En conclusión: todos fuman en España, en forma activa o pasiva. Al igual que en cualquier otra latitud del planeta, fumar es un placer. Placer nocivo para la salud y el bolsillo, que mata a miles de personas en el mundo.
Como nadie –y menos el fumador empedernido– experimenta en cabeza ajena, el enfisema no le da a él sino al vecino. El hijo no aprende que su padre murió de cáncer pulmonar, ni las campañas contra el cigarrillo (frenadas por poderosos intereses comerciales) logran conmover a los fumadores, cuya voluntad es muy débil para dejar un regocijo tan absorbente, y al mismo tiempo –discúlpenme– tan tonto.
El conductor del bus que hace unos años nos transportó por varios países europeos, un catalán obeso y simpático, no abandonó en todo el recorrido su tabaco flamante, con el que parecía inspirarse como si fuera una brújula para el buen desempeño en las veloces travesías. Cuando quisimos viajar por vía férrea a Málaga, para recoger el automóvil que allí habíamos contratado con destino a Costa del Sol, nos encontramos con la noticia de que no existía cupo en ningún tren por tratarse del desplazamiento masivo que hacen los españoles durante las festividades de la Virgen del Pilar, patrona del país.
Tras larga insistencia, al fin apareció una luz salvadora: podían llevarnos con ‘cierta’ incomodidad ¡en un vagón de fumadores! ¡Qué horror! Pero no quedaba otro camino. Resistir durante un largo trayecto el humo asfixiante de aquel conglomerado de fumadores voraces y dichosos significó tanto como ahogarnos en una atmósfera infernal. Recordando tan tormentosa experiencia, siento que el humo me sale todavía de los resquicios del alma.
Como una manera de desvanecer esta estampa brumosa, he leído en la prensa que los españoles resolvieron, a partir de este primero de enero, tomar drásticas medidas sobre la materia. Las 50.000 personas que mueren al año por culpa del cigarrillo condujeron, al fin, a implantar la ley antitabaco, en virtud de la cual se prohíbe fumar en sitios de trabajo y en centros cerrados de diversión. Los restaurantes con menos de 100 metros cuadrados decidirán si permiten el cigarrillo, y los de mayor área adaptarán una zona especial para dicho efecto. Además, se prohíbe el expendio de tabaco en los quioscos donde se ofrece la prensa.
Por supuesto, habrá que superar muchos escollos para que la nación más fumadora del mundo rectifique su pasado venenoso. Pero lo más importante es aceptar, como se hace hoy, que el cigarrillo es una enfermedad adictiva y destructora, cuyos resultados están a la vista con la cifra impresionante de 50.000 muertes anuales producidas por la nicotina. España expresa así un excelente propósito de año nuevo. Un mensaje de buena salud para el mundo entero. La rectificación es tardía, pero de todas maneras va a intentarse. ¡Enhorabuena, España!
El Espectador, Bogotá, 31 de enero de 2006.