Un instante de Enrique Santos Castillo
Por: Gustavo Páez Escobar
La verdadera dimensión humana y periodística de Enrique Santos Castillo vino a evidenciarse con motivo de su muerte, ocurrida el pasado 26 de noviembre. Es de los hombres que dejan huella y nunca se olvidan. El país se conmovió con su deceso y le rindió calurosos honores por sus grandes virtudes como periodista, hombre de hogar y ciudadano eminente. Su padre, Enrique Santos Montejo, “Calibán”, lo llevaba de niño a jugar en los talleres de El Tiempo, en compañía de su hermano Hernando, y desde entonces a ambos les nació la fiebre por el periodismo.
Hernando murió en 1999, siendo director de El Tiempo. Y Enrique, jefe de Redacción por espacios de 36 años y editor general durante los últimos 20 años, se había retirado del diario apenas dos meses antes de morir. Muerte plácida, como su vida, según lo cuenta su hijo Juan Manuel, ministro de Hacienda, en bello artículo donde refleja no sólo su sentimiento filial en el duro momento de la despedida, sino la estampa del padre bondadoso y recto que inculcó en los suyos recias lecciones de vida.
Según lo describen quienes estuvieron cerca de él, vivía el periodismo con pasión y vehemencia. Su olfato por la noticia le permitía desentrañar el nervio de cada día, y con esa destreza innata rotulaba las noticias y movía la primera página del diario. Nunca escribió un artículo y ni siquiera un pie de foto, pero era severo para enderezar las notas de los redactores y hacer concisa la redacción. Se le veía llegar al periódico con numerosos papelitos en el bolsillo, en los que había anotado, leyendo la edición del día, los errores descubiertos y las dudas que debía resolver con su grupo de trabajo.
Iniciaba las jornadas diarias como el maestro regañón, casi a la usanza de los viejos tiempos de la férula y el castigo inclemente. Bajo la temperatura de los juicios y los regaños implacables, todos lo temían, pero aprendían la lección. Después, en los corredores o en la cafetería, les echaba el brazo al hombro y era como si nada hubiera sucedido. Para él existieron siempre dos familias: la suya propia y la que se formaba bajo el cobijo del periódico.
El rigor militar le venía de su adhesión, en sus épocas juveniles, a las figuras guerreras de Mussolini y de Franco, aunque detestaba las crueldades de Hitler. Un día quiso ingresar a las huestes que luchaban por Franco, pero su tío Eduardo, dueño del periódico, se lo impidió. De todas maneras, sus ideas fueron siempre de extrema derecha. Pero era un ser paternalista y bonachón. Tenía aptitud política, pero detestaba el poder. Sin embargo, lo ejercía en la sombra, pues su relación con presidentes, ministros y congresistas significaba un superpoder.
Sólo una vez tuve ocasión de conversar con él. Lo conocía de lejos, y nunca había llegado el momento de tratarlo. Esto sucedió en 1989, en la última visita de la poetisa Laura Victoria al país. Ella me pidió que la acompañara, junto con su hija Beatriz (Alicia Caro, en el cine mejicano), a una entrevista con el director del periódico. Laura Victoria, cuyos nexos con El Tiempo y la familia Santos vienen de vieja data, deseaba dicho encuentro después de largos años de ausencia de Colombia.
Hernando Santos salió de su despacho y se disculpó por no podernos recibir de inmediato, sino media hora después, mientras atendía a unos visitantes extranjeros. Acto seguido se presentó su hermano Enrique, advertido sin duda de la presencia de Laura Victoria. Conocí entonces al personaje, al que fui presentado como columnista de El Espectador y paisano suyo boyacense. Me saludó de abrazo, como si fuéramos viejos amigos, y me manifestó con sonrisa bromista: “Excelente por lo boyacense, pero tengo que cuidarme de la competencia”.
Fueron momentos de efusión y gracia, veloces instantes de amistad y sencillez, donde quedó retratado el carácter caballeroso que lo distinguía. Me llevó a pasear por los alrededores de su oficina, mientras Laura Victoria y su hija se quedaron conversando con Roberto García-Peña, director emérito del periódico, y en el recorrido les hacía gracejos a quienes lo saludaban con familiaridad. Su exquisito don de gentes, mezclado de alegría y amabilidad, era su característica constante. Así lo recuerdo. Así lo recuerdan quienes vivieron cerca de su mundo cotidiano o compartieron el calor del hogar.
El Espectador, Bogotá, 6 de diciembre de 2001.