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Archivo para viernes, 16 de julio de 2010

García Márquez, ¿plagiario?

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Germán López Velásquez, director de la revista Mefisto, escribe un vehemente ensayo donde sostiene que Memoria de mis putas tristes, la última obra de  Gabriel García Márquez, es un plagio de la novela La casa de las bellas durmientes, del japonés Yasunari Kawabata, premio nóbel 1968. Y formula graves afirmaciones, como las siguientes:

“García Márquez, con Memoria de mis putas tristes, estafa conciencias literarias. Muy bueno que se diera el dato de las utilidades de esa estafa por parte de la Editorial Norma. El libro es un hijo bastardo de Gabo… El argumento de Memoria de mis putas tristes es exactamente el mismo de La casa de las bellas durmientes”.

Leí el ensayo con interés y desazón. Frente a la inquietud que despierta la  acusación de López Velásquez, lo indicado es conocer la obra del japonés para confrontarla con la del colombiano. Sin embargo, aplacé la compra del libro por ser hoy exagerado su precio: por el breve volumen de 150 páginas, publicado en España, las librerías están cobrando $ 53.000. Si la edición fuera colombiana, no valdría más de $ 15.000.

Por supuesto, quedé estupefacto ante la posibilidad de que García Márquez pudiera incurrir en el exabrupto del plagio. De todos modos, la controversia es interesante y merece que se ventile en centros académicos y foros literarios. Para contribuir a dicho propósito, retransmití a varios de mis amigos el ensayo de marras, y algunos me expresaron valiosas opiniones.

Desde Medellín, el escritor y periodista Hernando García Mejía, gran lector de literatura colombiana y mundial, dice: “Lo de la última novela de Gabo es cuento viejo. Desde el principio se sabía que se inspiró en La casa de las bellas durmientes del japonés. Lo de plagio es excesivo y, personalmente, no le doy ninguna trascendencia a ese debate trasnochado.

“Lo que sí me parece es que Yasunari Kawabata, a quien leo desde la juventud, es superior a Gabo como escritor. Gabo es hojarasca efectista y retórica, y Kawabata, esencialidad trascendida en profundidad. Yo plantearía la discusión desde el estilo, aunque tampoco parece admisible, habida cuenta de que, como reza el aforismo, ‘El estilo es el hombre’. Y un hombre que escribió El coronel no tiene quien le escriba –¡qué envidia, por Dios!– merece respeto”.

Jorge Consuegra, reconocido crítico literario y promotor cultural, manifiesta: “Siempre he creído en la opción de la crítica, y el reclamo, el comentario, son válidos en todos los campos. Y creo que García Márquez no ha plagiado. Él, antes de Cien años de soledad, lo dijo: ‘Me encanta La casa de las bellas durmientes y me gustaría hacerle un homenaje’. Y lo hizo”.

Desde Armenia, Carlos Fernando Gutiérrez, columnista de La Crónica del Quindío y literato, dice: “Pienso que hay que leer la novela del nobel japonés, para hacerse un criterio más personal y menos apasionado que el escrito por el director de Mefisto. Algunos han planteado que la mejor literatura son reescrituras”.

Por su parte, Borges recomienda evitar “la confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulises de Joyce y la Odisea de Homero”.

Hernando García Mejía tuvo la gentileza de facilitarme una novela exquisita de Kawabata: Lo bello y lo triste –edición de Ultramar Editores, Barcelona, 1985–. Obra que, junto con País de nieve –que leí hace mucho tiempo–, me permiten corroborar el concepto de que el autor es un enorme novelista, tal vez el más representativo de Japón.

Nació en Osaka en 1899 y se suicidó en Zushi en 1972, en el pequeño apartamento que poseía frente al mar. Cuatro años antes de su muerte había obtenido el Premio Nóbel de Literatura. Antes de los 15 años de edad murieron, en forma sucesiva, sus padres, su única hermana y sus abuelos. A raíz de su juventud desolada, fue un ser solitario e introvertido.

Su estilo se caracteriza por la sutileza con que maneja las historias, la agilidad de los relatos, la técnica de los diálogos, las dosis de sicología con que actúan los personajes. Y como aspecto fundamental de la buena novela, la trama excitante de los argumentos, urdidos con habilidad y delicadeza, para que el suceso atrape al lector y lo mantenga en suspenso hasta la última página.

Artífice de la “novela miniatura”, es un placer leerlo. La brevedad y dinámica de sus relatos es todo un monumento en las letras japonesas. Aprendió que el vigor de la acción narrativa se consigue con ahorro de palabras innecesarias, por más bellas que suenen al oído (lo cual es más propio de la poesía), y con precisión y gallardía del estilo. Para Kawabata, la hojarasca literaria no existe. Ahí está su gloria.

El Espectador, Bogotá, 6 de septiembre de 2005.

* * *

Comentarios:

Muy buena tu columna. Yo tengo las bellas durmientes y aunque el tema es el mismo, no puede considerarse un plagio. Y eso que a mí García Márquez, como persona, no me gusta. Carlos Arboleda González, Manizales.

Plenamente sensato y pertinente tu artículo sobre Gabo y sus tristísimos putas tristes. Como tú sabes, los idólatras de Gabo son muchos, pero sospecho que la gran mayoría ni siquiera lo han leído como se merece. Espero no haber sido  demasiado injusto con él, pero, qué diablos, eso es lo que pienso después del deslumbramiento de El coronel no tiene quien le escriba. Hernando García Mejía, Medellín.

Desde un principio supe que no todo el mundo iba a estar de acuerdo. Eso es normal. De todas maneras, lo importante es continuar un análisis, una evaluación. Borges dijo que una cosa es recrear una historia literaria y una muy distinta calcar. Decía que un escritor nunca debía calcar a otro, que el escritor surgía de su propio interior. Sostengo que García Márquez calcó. Su escrito enriquece sobremanera el debate. Germán López Velásquez, director de la revista Mefisto, Pereira.

La verdad, me encanta García Márquez, pero esta novela en particular me decepcionó. Además, considero que el título no tiene nada que ver con el contenido. Creo que las palabras grotescas le encantan a mucha gente hoy en día: quizá se trató de una alternativa publicitaria para llegar a muchísimas personas. Para mí su obra cumbre por excelencia, conmovedora, es El amor en los tiempos del cólera. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

El leopardo mártir

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En Bucaramanga, de donde era oriundo el personaje, adquirí hace varios años el libro José Camacho Carreño, el leopardo mártir, título que recuerda una época ya desdibujada en nuestros días: la de los Leopardos, aguerrido grupo de políticos e intelectuales que se hicieron famosos en el país en la segunda y tercera décadas del siglo pasado.

 Otto Morales Benítez me facilitó dos viejos textos de José Camacho Carreño, básicos  para comprender el pensamiento del ilustre santandereano: el prólogo de las Memorias de Florentino González (1933) y el libro Bocetos y paisajes (1937), trabajos que encierran un acervo de riqueza intelectual. También leí el  vehemente ensayo de Horacio Gómez Aristizábal, escrito en los inicios de su profesión de penalista y su carrera literaria, donde sostiene que Camacho Carreño fue un espíritu atormentado toda la vida.

En la selecta biblioteca de Vicente Pérez Silva descubrí un tesoro invaluable: el álbum de recortes de prensa que él viene elaborando desde hace largos años y que hoy supera las 240 páginas, en tamaño oficio y color azul purísimo (enseña política de los Leopardos). Allí reposa la historia completa de este grupo legendario, decantada por las plumas de eminentes escritores del pasado. Todo este material, diverso en sus apuntaciones históricas y en sus enfoques críticos, me ha permitido abrir un horizonte amplio sobre el fulgurante leopardo.

No resisto la tentación de transcribir para mis lectores las palabras de Pérez Silva anotadas al comienzo de su preciado archivo (tal vez único en el país), como abreboca del suculento manjar que en sus páginas he degustado durante varios días: “Del acopio de escritos que recoge este álbum de recortes surge omnipresente la imagen de José Camacho Carreño, santo de mi devoción, al igual que la de los otros compañeros de generación que integraron el famoso grupo de los Leopardos. Este álbum hace parte de mi propia vida”.

En este legajo secreto, custodiado con tanto celo por el acucioso investigador, encontré la carta que Manuel Serrano Blanco le dirigió en 1952 a propósito de la noticia anunciada por Pérez Silva sobre el libro que en aquellos días –¡hace medio siglo!– había comenzado a preparar sobre el “santo de su devoción”. Conocida la confidencia, el reto para él no es otro que el de publicar cuanto antes dicha obra, de indudable valor, que el dilecto amigo le debe a la literatura colombiana.

Camacho Carreño nació en Bucaramanga el 18 de marzo de 1903 y murió en Puerto Colombia el 2 de junio de 1940. Itinerario demasiado fugaz, que sin embargo le permitió realizar rutilante labor en diversas actividades. En cualquier campo donde actuó –como político, parlamentario, diplomático, orador, ensayista, crítico o periodista–, dejó rastros de su inteligencia luminosa.

Desde temprana edad se adentró en la lectura de los clásicos y cultivó las disciplinas del lenguaje castizo, la oratoria refulgente y la dialéctica acrisolada. Su verbo subyugante, su ademán airoso, su fogosa elocuencia, su estampa varonil agitaban multitudes. Un coloso de la oratoria. Era el tribuno auténtico, huracanado y demoledor, que hacía vibrar el alma nacional con el poder de la palabra y el ímpetu y donaire de su talento. Sus defensas penales son de antología y sólo vienen a encontrar equivalencia en las de Jorge Eliécer Gaitán, de su misma generación.

A los 26 años llegó a la Cámara de Representantes, de la que fue dos veces presidente. Allí libró memorables duelos oratorios con prohombres de la talla de Antonio José Restrepo. Fue embajador en Argentina y Uruguay. En el campo del periodismo, su primera vinculación la hizo con El Nuevo Tiempo, donde alternaba con figuras consagradas, como Marco Fidel Suárez y Guillermo Valencia. Luego fue columnista asiduo de El Tiempo y allí divulgó sus mejores páginas sobre política, literatura y diferentes temas del acontecer nacional.

Los Leopardos aparecieron en el año 1924 como protesta contra el sistema político imperante y los dignatarios de su propio partido, que no permitían el surgimiento de nuevos dirigentes. El grupo lo formaban cinco jóvenes rebeldes y locuaces, nacidos entre 1900 y 1903, con similares ideas, temperamento y garra combativa: Augusto Ramírez Moreno, José Camacho Carreño, Silvio Villegas, Eliseo Arango y Joaquín Fidalgo Hermida (que se separó al poco tiempo y no dejó mayores huellas sobre sus actos posteriores).

Ramírez Moreno, al bautizar el grupo en honor de los leopardos pertenecientes a un circo que pasaba por Bogotá, recomendó “adoptar un nombre de guerra, algo que dé la sensación de agilidad, de fiereza, algo carnicero como los leopardos”. Con dicha impronta, los bizarros gladiadores de la inteligencia marcaron toda una época de la historia política y literaria del país. Desde la tribuna pública, la academia y los periódicos se lanzaron como una tromba contra las castas privilegiadas.

Derrocaron ministros, fustigaron a Laureano Gómez (que no era poca cosa) y atacaron el abuso y la sinrazón. Nunca se había conocido fuerza colectiva tan arrolladora. Dotados de delirante elocuencia, dejaron páginas magistrales que hoy enaltecen las letras colombianas. Sus estilos fueron clasificados de la siguiente manera: Eliseo Arango, el sustantivo; Silvio Villegas, el adjetivo; Camacho Carreño, el verbo, y Ramírez Moreno, la interjección.

En el libro El leopardo mártir se estremece la sensibilidad al enterarnos de la defensa que Camacho Carreño hizo de sí mismo dentro del proceso judicial en que se vio envuelto tras la agresión recibida de un hermano de su señora, en la despedida del año 1938. Por tal hecho, que significó grave ofensa a su dignidad y su hombría, se vio compelido a asesinarlo. El drama, ocurrido en la cumbre de su gloria, conmocionó al país entero y asimismo destruyó su vida

El 2 de junio de 1940, José Camacho Carreño, que sufría severo estado depresivo a raíz de la terrible desgracia (desde la cuna llevaba inoculado el brote de la ciclotimia), murió ahogado en Puerto Colombia, donde aquel sábado departía con unos amigos frente al mar. Luego del almuerzo y tras intensas libaciones, abrumado por la tórrida temperatura que le quemaba el cuerpo y el alma, se tiró al mar en busca de refresco. Y no regresó con vida. El mar ahogó su pena, y las olas –poéticas y trágicas– rugieron con resonancias de inmortalidad.

Han pasado 65 años. Días después de la tragedia, Augusto Ramírez Moreno, su acongojado compañero de la elocuencia, a quien le temblaba el alma y se le enmudeció la voz, decía lo siguiente en carta enviada a la madre del mártir:

“José era un genio, señora. Su cabeza fue un mundo sideral y las hebras de su pelo eran estrellas. Intuía y analizaba con igual empuje y con idéntica eficacia. Como tribuno jamás oí nada semejante: su palabra era líquida llama unas veces y en ocasiones un bastión. La inteligencia en Colombia se estremece porque la muerte de José la sacude como un terremoto”.

El Espectador, Bogotá, 23 de agosto de 2005.

 * * *

Comentarios:

Felicitaciones sobre tu artículo sobre Camacho Carreño. Impecable. Me encantó. Hernando García Mejía, Medellín.

Con profunda emoción y regocijo he leído su excelente artículo sobre Camacho Carreño. Vine a Caracas a realizar mi especialización en neurocirugía, la cual termino en diciembre de 2005. Siempre había querido leer el libro del leopardo mártir, el cual conseguí en uno de mis viajes a la bella Bucaramanga y devoré en mis noches de turnos del hospital. Usted nos resume un acontecer que no puede olvidarse. Jairo Enrique Contreras, Caracas.

Esta página tan conmovedora resume y deja una huella de dolor en el corazón de quienes no sabíamos de Camacho Carreño. Qué bien por la historia que reposa en manos de nuestro común amigo Vicente Pérez Silva. Inés Blanco, Bogotá.

Sanín Echeverri: 5 en conduca

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Alguna dama pudibunda le bajó la nota que Jaime Sanín Echeverri le dio a Helena, la protagonista de Una mujer de 4 en conducta, y le puso 2. Por mi parte, leída la novela muchos años después que lo hizo la dama inconforme (y debo confesar que es imperdonable mi tardanza en llegar al libro del notable escritor antioqueño), no dudo en asignarles, tanto a él como a su novela, un 5 redondo.

La Medellín de comienzos del siglo XX, donde se desarrollan los sucesos, apenas comenzaba a romper los moldes de la aldea. Sus costumbres sociales se movían dentro de estrechos linderos parroquiales, bajo la severidad religiosa que gobernaba la vida de la tradicional familia antioqueña. Esto determinó que la irrupción de una mujer de la vida airada, llena de garbo, seducción y peligroso desenfado, provocara escándalo en aquella puritana sociedad de rezo diario y pecados ocultos.

Retrocediendo en el tiempo, y sin salirnos de los cánones exagerados que marcaron la pauta en otras épocas de ingrata recordación, podemos recordar el caso de Virginia, la protagonista de la única novela de Barba Jacob. El borrador de la obra fue confiscado por el alcalde de Angostura –y luego quemado, se supone–, al considerar que los amores de la bella e ingenua campesina atentaban contra la moral pública. Por Dios: se trataba de amores castos, pero que fueron deformados por la lente inquisitorial de un alcalde burdo, incapaz de entender la obra literaria.

Sanín Echeverri enfrentó también la censura de su época, pero por fortuna no se le atravesó ninguna autoridad mojigata y pirómana. Que si así hubiera ocurrido, lamentaríamos hoy, como en el caso de su paisano Barba Jacob, la pérdida de una joya literaria. El creador de Una mujer de 4 en conducta, fuera del acto de valor que tuvo al publicar la novela, lanzó con ella un mensaje contra las injusticias y desequilibrios imperantes en aquellos días. Se adelantó a su época.

Su libro es un retrato de la Medellín de antaño, rodeada de campos edénicos y hábitos sencillos, de donde brota una linda campesina, candorosa como las flores silvestres de la tierra, que se vuelve la provocación de los hombres. Ignorante de letras y desprevenida contra la maldad humana, su fragilidad es aprovechada para sembrarle embarazos indeseados y dejarla rodando por los caminos de la pobreza y la prostitución.

 Helena conoce la vida borrascosa, trocando la paz de la vereda por la turbulencia de la ciudad. Surge en la Medellín de las ficciones y los nacientes esplendores como testimonio vivo de la comedia humana. Esa comedia la han ofrecido en sus obras los grandes novelistas del mundo en su compromiso perenne con la sociedad. Nada nuevo descubre el escritor antioqueño, pero lo hace con novedad y bello estilo, dotes que le dan vida a un relato sencillo, primoroso y de apasionante interés.

Los dramas sociales son los mismos en cualquier latitud y en cualquier época de la historia. La prostitución, la miseria, el vicio, la usura, la explotación, la crueldad del hombre caminan por todos los escenarios del planeta. Y se disfrazan, lo mismo que en la cristiana sociedad pintada por el novelista antioqueño, entre conventos, misas, imágenes de santos, golpes de pecho, licores finos y los  refinados oropeles de la burguesía.

Ese fue el ambiente que retó Sanín Echeverri, y por eso algunas voces de protesta se dejaron sentir al aparecer su denuncia, que contenía –y contiene– verdades rotundas. Por esa razón una dama timorata le bajó a 2 la nota a Helena.  (Bien ha podido, claro está, castigarla con el 0 absoluto. ¿Por qué no lo hizo? Tal vez su conciencia vacilante, con algún asomo de piedad religiosa, no se lo permitió).

Helena Restrepo –su borrado nombre de pila– encarna a cualquier ramera del mundo. Es la linda campesina de otro tiempo que ha tenido que encubrirse, para falsear su identidad pisoteada por los hombres, con los alias de Carmen Bedoya, o María Restrepo, o Doris de La Fontaine, o la Nena, a secas. Rótulos pasajeros, tan cambiantes como la propia rotación de su clientela itinerante: un espejo de la sociedad envilecida que le permitió a Jaime Sanín Echeverri escribir su novela ejemplar.

El Espectador, 17 de agosto de 2005.
Academia Colombiana de la Lengua, No. 217-218, Bogotá, 2005.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 9, febrero de 2006.

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Hotel Nutibara

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar 

Varias veces me he alojado en el Hotel Nutibara. De ellas, la más memorable corresponde a una temporada laboral de dos meses en el segundo semestre de 1990, cuando las calles de Medellín tocaban a duelo en la época de terror de Pablo Escobar.

Eran los días en que el capo había establecido una tarifa por policía muerto. Una masacre silenciosa eliminaba en las noches fantasmales no sólo a policías, sino también a vagos, pordioseros, sicarios y a quien se expusiera al mandato de las balas. Al otro día, madrugaba a leer en mi pieza del Nutibara la crónica de sangre de la víspera, y por supuesto vivía horrorizado ante tanta barbarie, con la misma dolorosa palpitación de toda la ciudad.

El Espectador no circulaba en Medellín ni en Antioquia desde meses atrás: los representantes del diario habían sido asesinados y los voceadores estaban amenazados por la mafia. Cualquier mañana escuché de repente, como si fuera un pregón celestial, una voz que en la calle gritaba el nombre de El Espectador. Desde la ventana de mi habitación vi que un muchacho corría por la cuadra con un paquete al hombro, seguido de numeroso público. Cuando llegué a la calle, ya no quedaba ningún ejemplar.

El periódico, fundado en Medellín por don Fidel Cano y desterrado un siglo después de su propia tierra a raíz de las denuncias del nieto del fundador, don Guillermo Cano, contra el imperio de las drogas, regresaba victorioso a sus lares nativos. Esas imágenes de la ciudad agonizante y de la ciudad liberada penetraron en mi recinto hotelero como una visión al mismo tiempo espectral y refulgente. Derrotada la horrible noche, el nombre del Hotel Nutibara se adhirió a mis recuerdos viajeros como el claroscuro de un drama dantesco, y ha seguido rutilando en mi memoria entre sombras y luces.

Hace 60 años, el 18 de julio de 1945, la entidad abrió sus puertas al público. La idea se originó en la Sociedad de Mejoras Públicas y fue abanderada por un grupo de antioqueños audaces y visionarios que se impuso la meta de dotar a la ciudad, que llegaba a 300.000 habitantes (frente a los dos millones largos de la actualidad), de un hotel moderno, dotado del mayor confort y los más avanzados atractivos estéticos, para entrar en la era del progreso. Paul C. Villiams, arquitecto estadounidense, diseñó la obra con estilo californiano. Ocho años se gastaron en su ejecución.

Situado en el corazón de Medellín, el Nutibara entró a embellecer e impulsar aquel sector que apenas comenzaba a despertar, y se convirtió no sólo en un tesoro arquitectónico, sino en el mayor emblema de la ciudad. Colinda con el Museo de Antioquia, con el parque donde campean las esculturas de Fernando Botero y con la estación del metro, tres puntales de la cultura, las tradiciones y el ingreso de los antioqueños a la tecnología contemporánea.

Su área abarca una manzana entera y dispone de una torre de 12 pisos con 144 habitaciones. Fue uno de los hoteles más lujosos de Latinoamérica, y con ese criterio ambiental se ha conservado a lo largo de los años. Por allí han desfilado grandes figuras de la sociedad, la política, las artes y el mundo de los negocios. Ha sido sinónimo de calidad y distinción. Con todo, su auge declinó en 1989 al irrumpir la guerra del narcotráfico, que trajo consigo una enorme disminución hotelera.

Medellín pasó entonces de ser la ciudad pujante de otras épocas a un centro atrofiado y temeroso, a raíz de lo cual se frenó el turismo nacional y extranjero, con grave incidencia en la economía regional. Este golpe rastrero, sumado tiempo después a la creación de una vigorosa red hotelera en otro sector de la ciudad, significó para el Nutibara el dramático deterioro de sus cifras. Situación que, gracias a inteligentes estrategias, ya ha sido superada. La entidad ha tomado nuevos bríos para desafiar los retos de la hora.

El legendario cacique Nutibara, que en 1536 gobernaba el Valle de la Guaca, donde los nativos explotaban inmensas riquezas de oro, sentó sus reales en Medellín: la Medellín actual y la Medellín de siempre, que ha vuelto a ser, tras la funesta época de terror, la ciudad de la eterna primavera.

Al aborigen se le rinde tributo en diversos símbolos: en el bronce de Pedro Nel Gómez que representa al hombre americano entre la serpiente y la guacamaya, situada en la Plazuela Nutibara; en el Cerro Nutibara, donde se asentó el Pueblito Paisa con evocación de la aldea de antaño y se levanta una escultura del cacique con su eterna compañera, la cacica Nutabe; además, se le recuerda en obras de arte, en poemas, en crónicas literarias, en sitios públicos.

Y desde hace 60 años está entronizado en el Hotel Nutibara, perenne bandera de la sonrisa, la gracia, la hospitalidad y el esfuerzo de la raza antioqueña.

El Espectador, Bogotá, 27 de julio de 2005.

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El mito de Gardel

viernes, 16 de julio de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Todo en Carlos Gardel, desde su cuna oscura hasta su muerte trágica, es misterio. En los setenta años transcurridos desde el accidente de aviación en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, donde perdió la vida el 24 de junio de 1935 junto con otras 16 personas, poca claridad se ha obtenido acerca de los enigmas que rodearon su existencia. La leyenda comenzó aquel día, y el paso del tiempo consagró otra figura superior: el mito.

La controversia sobre el lugar y la fecha de su nacimiento sigue sin resolverse, y nunca se saldará. Según una versión, nació en Uruguay el 11 de diciembre de 1887, y según otra (que parece la verdadera), en Francia, el 11 de diciembre de 1890. Esta última hipótesis lo trae al mundo en un hospital de Toulouse, hijo de una humilde planchadora, Marie Berthe Gardes, y de padre desconocido. Su  nombre de pila es Charles Romuald Gardes, que él se cambiará dentro de la vida del canto, para hacerlo más fonético en español, por el de Carlos Gardel.

De dos años lo traslada su madre a la Argentina, adonde viaja en busca de mejor suerte. Su infancia transcurre en el barrio Abastos de Buenos Aires, donde comienza a percibir los primeros aires del arrabal, que años después se reflejará en sus canciones. Abandona los estudios secundarios para responder al llamado de su destino artístico. En fondas, antros y cabarés se da a conocer como el “Zorzal Criollo”, rótulo que le asigna un músico del grupo y que se volverá un distintivo de su nombre.

A los 21 años forma con José Rozzano un dúo famoso, que marcará la mejor etapa de su carrera. Tres años más tarde, en una trifulca, recibe un balazo en un pulmón, y la bala le queda incrustada para toda la vida, como estigma de la vida borrascosa. Viene una intensa época de giras por América y Europa. Los públicos delirantes lo ovacionan en todos los escenarios. Su conjunto de guitarras resuena en el mundo. En 1933 vuelve a Buenos Aires por última vez. En noviembre de ese año emprende una nueva gira por Europa y Estados Unidos.

Al año siguiente filma para la Paramount de Nueva York tres de sus mayores éxitos: Cuesta abajo, Mi Buenos Aires querido y Tango en Broadway, seguidos poco tiempo después por El día que me quieras y Tango Bar, donde vibran sus canciones más entrañables y aplaudidas: Volver, Adiós, muchachos, A media luz, Cambalache, Caminito… Y llega el último año de su periplo existencial. En abril de 1935 comienza una gira por Puerto Rico, Venezuela, Aruba, Curazao, Colombia, Panamá, Cuba y Méjico. Pero el destino inexorable lo detiene en Medellín.

Dice un testigo que el choque de los dos aviones explotó como una bomba atómica que oscureció el aeropuerto. Han pasado setenta años desde aquel día infernal, y la penumbra sobre el accidente es la misma del primer día. Se habla de fallas topográficas y aerológicas del aeropuerto, de sobrepeso del avión, de rivalidad entre las dos empresas y sobre todo entre sus pilotos, de una disputa a bala entre Gardel y Le Pera (el productor del cantante), o entre Gardel y uno de los pilotos… Todo sigue en  especulaciones.

Uno de los tres sobrevivientes, el guitarrista José María Aguilar, dio una versión y más tarde se contradijo. Misterio absoluto.  En medio de esa ola de rumores y enigmas, ha crecido el mito. Fenómeno que abarca la faceta amorosa. Por su vida pasaron muchas mujeres, pero ninguna le encendió una pasión perdurable. Llegó, incluso, a hablarse de tendencias sospechosas, tal vez porque nunca se casó ni tuvo amante visible. El aspecto de la homosexualidad suena falso y aterriza también en el campo especulativo.

Gardel supo cubrir su privacidad con el velo de la discreción, y así protegió, amparado por su carácter introspectivo y su actitud reticente, la intimidad de su alma. Su talante lo llevaba a no pertenecer a nadie, sino al arte. Sus verdaderos amores fueron las canciones. Con todo, mantuvo una relación prolongada y de aparente estabilidad con Isabel Martínez del Valle, joven esbelta, varios años menor que él. En la mejor etapa del romance, ella fulguró ante el público como la novia ideal.

Pero al acentuarse las discordias, las frialdades y las distancias, que no todo el mundo veía, la relación se rompió. Isabel alcanzó uno de sus sueños, el canto –luego de estudiar ese arte en Milán–, y Gardel el de la liberación amorosa. Ella se casó, frustrada con el amor que se extinguía, y se fue a vivir al Uruguay. Quedó viuda, y veinte años después falleció a causa de un infarto cardiaco: una dolencia del alma, podría decirse. Nunca dejó de amar a su ídolo. Y pasó a la historia como la “novia eterna” de Gardel. Amor platónico (real en otros días) que engrandece el mito gardeliano.

El tango nació en Buenos Aires a finales del siglo XIX, hacia 1880. Era un ritmo sin mayor contenido, que tomaba otras melodías ya existentes y carecía de originalidad y clase. Modestos grupos lo ejecutaban en bares, burdeles y tugurios, con el empleo del violín, la flauta y la guitarra (faltaba el bandoleón, instrumento que muchos años después le daría la armonía que llegó a conquistar). Bailar tango era un signo de gente plebeya y escandalizaba a la alta sociedad. Por eso, en sus comienzos tuvo al lupanar como su escenario auténtico.

Faltaba que llegara Gardel a darle categoría. Con él nació el verdadero tango, el tango moderno, fenómeno cultural que refleja la idiosincrasia del pueblo argentino. Lo redimió de su ambiente prostibulario y lo trasladó a los mejores teatros y salones del mundo. Le imprimió ingredientes únicos, bajo el conjuro mágico de la música, la canción y la poesía. Los gestos vulgares y lascivos fueron cambiados por la escena artística, donde la pareja, al compás del ritmo y con los movimientos de la unión y la desunión, del ir y volver, representa la eterna danza de la vida, donde se alternan la dicha y el pesar, la ausencia y la cercanía, el amor y el desamor.

El tango es el retrato colectivo del pueblo latinoamericano, que en el ámbito de la barriada, lo mismo que en la cúspide de la ciudad, apura sus copas de fruición y hastío, de placer y soledad. Es pasión y filosofía. Refrenda el concepto del hombre macho y de la mujer seductora, porque así es la vida cotidiana. Manuel Mejía Vallejo, al dibujar en su novela Aire de tango el clima turbio del barrio Guayaquil de Medellín, lleno de amoríos, de lances turbulentos, de licor y humo, no hizo nada distinto que dibujar la condición humana que se vive en cualquier latitud. En Guayaquil se compendia el mundo, y en el tango, el sentimiento humano.

En el cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, se levanta una enorme estatua en bronce con la figura sonriente de Carlos Gardel. Allí acuden multitudes constantes que depositan ramos de flores y le prenden velas a su ídolo. Algunos le piden un milagro. El mito continúa intacto.

El Espectador, Bogotá, 14 de julio de 2005.

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