El cura guerrillero
Por: Gustavo Páez Escobar
Cuando en Colombia se habla del cura guerrillero se sabe que se trata de Camilo Torres Restrepo. Se le conoce mejor como Camilo, nombre con el que pasó a la historia. A veces una sola palabra, incluso sin ser patronímica –como es el caso del Che, que identifica al médico revolucionario Ernesto Guevara–, es suficiente para ubicar una personalidad.
La personalidad de Camilo la pinta a la perfección Walter J. Broderick, historiador australiano, en el libro Camilo, el cura guerrillero. El autor reside en Colombia hace más de 30 años y ejerció el sacerdocio católico en varios países latinoamericanos. También escribió El guerrillero invisible, donde narra parte de la biografía del cura español Manuel Pérez, que siguió los pasos de Camilo y murió hace 7 años en las selvas colombianas.
Camilo era hijo del médico bogotano Calixto Torres Umaña y de Isabel Restrepo, dama de carácter iconoclasta. El futuro sacerdote creció en ambiente burgués, y a la vez frívolo, dadas las agrias fricciones de sus padres y ciertas actitudes que desentonaban en la sociedad: mientras el médico poseía carácter irascible y se declaraba anticlerical y librepensador, su mujer producía escándalos con sus extravagancias y su conducta disipada.
Camilo se graduó como bachiller del Colegio Cervantes. Era un joven franco, festivo y de atrayente estampa varonil. Se movía con éxito en los altos círculos sociales. Las muchachas de abolengo soñaban con conquistarlo. Se recuerdan sus amores con Teresa Montalvo, hija de un notable político. Desde entonces mostraba calidades superiores. Su futuro no podía ser más promisorio.
Entró a estudiar jurisprudencia en la Universidad Nacional. Y un día, contra todos los halagos mundanos que respiraba, sintió atracción por la vida religiosa. Deseaba ser fraile dominico, pero temía la oposición de sus padres. Así sucedió, en efecto, al conocerse la noticia. Gracias a la influencia que su madre ejercía sobre él, dicho destino se cambió por el ingreso al seminario de Bogotá, en 1947.
Siete años después, ya ordenado sacerdote, viaja a Lovaina (Bélgica) para adelantar estudios de sociología en la Universidad Católica de aquella nación. Allí se relaciona con el movimiento de los sacerdotes obreros, y en Francia conoce a un abanderado de esa corriente religiosa, el abate Pierre. Cerca de Lovaina presta sus servicios en una parroquia de mineros y, al palpar la dura realidad de ese oficio, se conduele de la miseria humana.
Cuando vuelve a Colombia dos años después, es un hombre nuevo. Ha captado los grandes conflictos del ser humano, ha visto otra dimensión del mundo y regresa con ideas bullentes sobre el puesto que deberá asumir en su patria frente al drama de las clases populares. En el mundo se agitan las ideas socialistas. El nuevo clérigo, por encima de las teorías del marxismo, se siente llamado por las causas del hombre. Allí está su apostolado.
La Iglesia, alborozada con esta promesa repentina que surge en sus predios, lo exalta y facilita su misión. Es nombrado capellán de la Universidad Nacional y miembro de la junta directiva del Incora. En la Esap dirige un seminario de administración social. En el Ministerio de Gobierno da cursos en la Acción Comunal. Funda en Yopal una escuela de entrenamiento para los campesinos. Es el sacerdote de moda. En el país se siente su presencia arrolladora. Los estudiantes están dichosos con este sacerdote inesperado y lo siguen como a un caudillo.
A veces choca con algunas personas. Critica a monseñor Salcedo, director de Radio Sutatenza, al considerar que están equivocados los programas que difunde la emisora entre los campesinos. En la Universidad Nacional pronuncia un sermón de alto tono social, y el cardenal Concha, que desde tiempo atrás encuentra peligrosos sus actos, lo retira de la capellanía y de todos los cargos docentes. Al mismo tiempo, desde Chile lo buscan para integrar un movimiento de reformadores eclesiásticos.
El cura revolucionario denuncia las injusticias, ataca a los poderosos y apoya a los necesitados. Su voz llega a toda la nación en su periódico Frente Unido. Una copla pinta sus andanzas: “Pues el curita en cuestión / apenas dice su misa / se sale a ver si organiza / alguna revolución”. Mientras los estudiantes de la Nacional lo sacan en hombros y forman un desfile tumultuoso, los políticos lo miran con recelo.
Dentro de ese ambiente de agitación de masas, incompatible con la función sacerdotal, no tardará en ocurrir su retiro eclesiástico. En esto viene meditando con desasosiego espiritual, pues ama la Iglesia con verdadero sentimiento cristiano. Pero no acepta la Iglesia inerte ante las angustias del hombre, ni la palaciega del cardenal Concha.
La suya es la de los sacerdotes obreros que ha vivido en Bélgica, en Francia y en el barrio Tunjuelito de Bogotá. “El problema no es de rezar más –le dice a un seminarista–, sino de amar más. Últimamente yo he rezado menos, pero he amado más, y todo lo que es amor es bueno”.
Liberado de sus obligaciones clericales, dice su última misa en la iglesia de San Diego, y en esa mañana plomiza y penetrada de frío, como si fuera un augurio del porvenir que lo espera, se despide en secreto, y con una lágrima sigilosa en los ojos, de la vida eclesiástica. Observa entre las personas asistentes a varias empleadas domésticas, en cabeza de las cuales percibe la presencia de las clases humildes, por las que va a luchar. Días después se marcha para el monte.
El 15 de febrero de 1966 moría baleado en las montañas de Santander –vereda de Patio Cemento, municipio de San Vicente de Chucurí–, en el primer combate que libraba como miembro del Ejército de Liberación Nacional (Eln), el recién creado grupo guerrillero que comandaban Fabio Vásquez y Víctor Medina. Pocos días antes había cumplido 37 años.
Lo mató la tropa del coronel Álvaro Valencia Tovar, comandante de la Brigada de Bucaramanga, su antiguo amigo y compañero de junta en un instituto oficial. Fue enterrado en el monte y en sitio secreto que nadie ha revelado. Sospechaban que la llegada de los restos a Bogotá provocaría alborotos públicos, y por eso escondieron el cadáver. ¿Por qué no han exhumado sus huesos para darles cristiana sepultura? Esos huesos representan el símbolo de una protesta social y pertenecen a la historia. Camilo se equivocó de camino, pero su causa era justa.
En la selva santandereana quedó insepulta una leyenda, y esa leyenda, de redención y martirio, comenzó aquel día a volar por el país en alas de vientos rebeldes. Y han pasado cuarenta años. Cuarenta años sin verdaderas soluciones sociales.
El Espectador, Bogotá, 7 de febrero de 2006.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 10, abril de 2006.
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Comentarios:
Leí tu artículo en El Espectador sobre el cura Camilo. No soy guerrillero, ni simpatizante, pero tu última frase: “Y han pasado cuarenta años. Cuarenta años sin verdaderas soluciones sociales”, es completamente válida. Raúl Salazar Saldarriaga, Medellín.
Página excelente sobre Camilo Torres, que bien hubiera podido ser mejor tratado y orientado en sus ansias de justicia e igualdad. Aída Jaramillo Isaza, Manizales.
Qué bueno hubiera sido que usted leyera mi libro El final de Camilo antes de escribir su columna en El Espectador. Allí, entre otras cosas respondo a plenitud la cuestión de los restos del cura guerrillero. Álvaro Valencia Tovar, Bogotá.
(El 8 de mayo de 2006 publico una nueva columna: Los restos de Camilo. GPE).