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Archivo para abril, 2010

Periodista integral

viernes, 30 de abril de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

José Salgar es el periodista más completo que tiene el país. A la edad de doce años se inició como ayudante de linotipo y diez años después fue el jefe de Redacción de El Espectador. Durante las siete décadas que lleva vinculado a este periódico, ha pasado por todas las responsabilidades, desde la más modesta hasta la dirección del diario, en 1998. En este recorrido ejemplar, buena parte del cual lo cumplió al lado de Guillermo Cano -otro maestro del oficio-, ha puesto en evidencia lo que vale el empirismo como fuente del conocimiento.

Durante largo tiempo ocupó la subdirección de El Espectador, y fue director de El Vespertino por espacio de quince años. En 1933 ingresó a esta misión apasionante, y desde entonces no se ha apartado de su derrotero. Hoy, a los 82 años de vida, exhibe el itinerario más largo y meritorio que haya tenido periodista alguno en el país. Es hombre de lucha y realizaciones.

El saber que obtuvo en el campo de batalla lo ha transmitido a quienes han jalonado con él, a lo largo de setenta años, la grandeza de El Espectador. Lo mismo como soldado raso que como directivo del periódico, su bandera ha sido la misma: servir con devoción, rectitud y entereza las causas justas. Su olfato periodístico lo convirtió en inmejorable intérprete del acontecer nacional.

Cuando en 1989 fueron destruidas las instalaciones de El Espectador por una carga de dinamita, en medio de los escombros lanzó una de esas frases lapidarias que quedan grabadas para la posteridad, como respuesta genuina para quienes pretendían -y pretenden- atentar contra la libertad de pesamiento: “Seguimos adelante”. El periódico no fue destruido: sólo se vinieron al suelo unas paredes y se dañaron unos equipos. Su esencia vital quedó en pie. La mole estaba sostenida por personas valientes como José Salgar, preparadas para no desfallecer en los momentos de peligro. Y El Espectador siguió adelante. Aquí lo tenemos.

La escuela en que él militó pertenece ya al pasado. Las grandes figuras del diarismo nacional cumplieron su misión y dejaron el campo a las nuevas generaciones. El rastro de los viejos queda como estímulo y título de orgullo para los batallones de periodistas que hoy engrandecen la carrera. En este relevo generacional hay una excepción: la de José Salgar, que sigue activo, como uno de esos robles que nunca se vienen al suelo.

Ahí lo vemos en sus largas caminatas, preservando las energías físicas y vitalizando el espíritu. Lo vemos en sus viajes por el exterior, dictando conferencias y auscultando los hechos mundiales. Lo vemos en su oficina discreta de El Espectador, como una de esas lámparas votivas que están siempre encendidas. Hasta hace poco era el decano de periodismo de la  Universidad Sergio Arboleda. Todo un milagro de supervivencia. Un testimonio vivo para los seguidores de la noble profesión.

El mejor juicio que se ha expresado sobre él lo dio Guillermo Cano en 1983, al cumplir Salgar cincuenta años de actividad: “Fue un periodista que se hizo a sí mismo en todos los sentidos. Se educó, se capacitó, se perfeccionó por su propio esfuerzo sin ayuda externa, en razón de su inteligencia y del alma de periodista que nació con su alma”. 

Esta labor infatigable y brillante le ha hecho conquistar preseas de alta jerarquía, como el Premio SIP Mergenthaler y el Premio Simón Bolívar. A ellas se suma la que acaba de conferirle la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano, otorgada por primera vez a un colombiano. El país, con dicha distinción, también se siente honrado. Es la honra que le transmite este victorioso Hombre de la Calle, su columna durante más de treinta años. Ejemplo en verdad edificante el que deja para los jóvenes este viejo luchador de las noticias y las ideas.

El Espectador, Bogotá, 4 de septiembre de 2003.

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Jaime Castro y Bogotá

viernes, 30 de abril de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Jaime Castro era el alcalde de Bogotá en 1994. Durante buena parte de su gobierno tuvo baja imagen en las encuestas, la que en algún momento amenazó su gobernabilidad. La ciudadanía le reclamaba mayores resultados y protestaba por algunas fallas cruciales, como el abandono de las calles y la creciente ola de inseguridad. (Situación que poco se diferencia de la actual, donde las calles están convertidas en verdaderos cráteres y la violencia callejera mantiene intimidada a la gente). Aquel estado de inoperancia -como entonces se le calificó- llevó al M-19 a adelantar una campaña para pedir la revocatoria del mandato.

El silencio del Alcalde enardecía los ánimos y creaba mayor inconformidad y frustración ciudadanas. Se pensaba que esa actitud entrañaba un desaire para la opinión pública, cuando no una insalvable carencia de empuje gerencial. Lo que se ignoraba era la dedicación absoluta del funcionario, con jornadas de 14 y 16 horas diarias, a resolver los problemas estructurales de la capital, los que aparte de frenar el progreso anulaban los mejores empeños, como había sucedido en la administración de Caicedo Ferrer.

Jaime Castro prefirió sacrificar su prestigio y su tranquilidad a cambio de reorganizar los obsoletos mecanismos que no dejaban ejercer una administración en realidad eficiente. Pensaba más en el futuro de Bogotá que en su propio descrédito personal. Su propósito central era salvar a la ciudad del morbo de la politiquería incrustado en el Concejo, y además poner las bases para recuperar las finanzas y conseguir la necesaria estabilidad económica y gubernativa.

El reparto del poder entre la Alcaldía y el Concejo, facilitado desde vieja data por la degeneración de las costumbres y la falta de claridad de las normas, permitía un detestable contubernio entre ambos poderes y un nefasto foco de corrupción pública, circunstancia que esterilizaba los mejores propósitos y producía graves daños a la ciudad.

El Alcalde no pasaba de ser un prisionero de los concejales, situación que había llevado a la cárcel a Caicedo Ferrer por traspasar algunos linderos viciados por los hábitos permisivos y lindantes con la ley penal. Los  ediles eran los dueños de la ciudad.

El mayor afán de Jaime Castro fue la rectificación política, fiscal y administrativa del Distrito. Objetivo que logró mediante el Estatuto Orgánico de Bogotá, que fijó pautas precisas para impulsar el desarrollo que ha tenido la urbe en los últimos años. Esa fue su obra capital. Gracias a ella se ha ejecutado un estilo nuevo de gobierno y se han podido adelantar obras fundamentales. Hoy se sabe a ciencia cierta, aunque son muchos los que lo ignoran, que sin la herramienta legal conquistada por el Estatuto, el atraso capitalino sería desastroso.

Un año intenso de estudio y trabajo le exigió al alcalde Castro la aprobación de dicha reforma, que adelantó en forma casi solitaria y con poco apoyo del Gobierno nacional, y además con el costo de su desprestigio. Logrado ese avance, se dedicó a hacer obras, y de esa manera recuperó la imagen perdida, en la última etapa de su gobierno. Y demostró que la reciedumbre moral vale más que caprichosas clasificaciones en las encuestas.

En reportaje que por aquellos días le concedió a Juan Mosca, recogido en el libro Tres años de soledad, recordaba el Alcalde, próximo ya a terminar su mandato, el pasaje de la Biblia donde uno es el que siembra y otro el que recoge. Es lo que se ha visto en los años posteriores a 1994. Con motivo de la nueva postulación de Jaime Castro para la actual contienda electoral, enfrentado a otras tendencias y a otros tiempos, no he resistido el deseo de repasar el inventario de sus realizaciones, esbozado en el reportaje de Juan Mosca, para sacar mis propios elementos de juicio frente al escrutinio que se avecina.

La decisión no es fácil cuando en el abanico de candidatos figuran personas y programas dignos de toda consideración. Lo que sí tengo claro es que la gestión de Jaime Castro puede considerarse como una de las más serias y positivas que haya tenido Bogotá. Destaco, tomado del reportaje de Juan Mosca, el dicho español que dice: “En política se deben tener paso lento, mirada larga, diente de lobo y cara de bobo”.

El Espectador, Bogotá, 28 de agosto de 2003.

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