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Archivo para noviembre, 2009

Historia

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off
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Los dos Uribes

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace veinticinco años me obsequió Rafael Gómez Picón el libro de su autoría titulado “Rafael Uribe Uribe en la intimidad”, obra que he vuelto a leer en estos días junto con otros documentos valiosos -entre ellos varios ensayos de Otto Morales Benítez- que me propuse unir para rastrear con mayor enfoque la extraordinaria personalidad del inmolado líder antioqueño. De esas lecturas he sacado certeras señales tanto sobre la época tormentosa que le tocó vivir al héroe, y que produjo a la vez una implacable tormenta interior en su alma, como sobre las estrechas similitudes que existen entre él y otro Uribe de nuestros días: el doctor Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República.

Debo confesar que la correspondencia dirigida por el general Uribe a su esposa entre los años 1885 y 1895 me causó honda conmoción. Difícil hallar un epistolario tan entrañable y enternecedor, tan lleno de afecto, ideas y sabiduría. Esas cartas constantes, muchas de ellas escritas en la prisión o en el fragor de las batallas, no solo revelan las angustias y esperanzas del aguerrido político, sino que pintan la temperatura de aquellos tiempos dominados por los odios y la pasión sectaria.

El país de entonces vivía bajo la permanente contienda bélica, y al general Uribe le correspondió participar en las guerras de los años 1876, 1886, 1895 y 1899. Su liderazgo como abanderado de la paz y fustigador de la injusticia social lo mantenía más en la cárcel que al lado de su familia. Hoy, el azote de la guerrilla tiene ensangrentado el mapa de la patria, desde mucho tiempo atrás, y sometido al presidente Uribe a los mismos atentados de que aquél fue objeto.

El general Uribe fue un luchador solitario que en infinidad de ocasiones expuso su vida por la defensa de sus ideas. En 1896 era el único miembro de su partido que asistía al Congreso, y su voz se escuchaba en todo el país. Por su parte, a Uribe Vélez le ha correspondido afrontar grandes cruzadas sin el respaldo de su colectividad, y también su liderazgo se siente en todo el territorio nacional. Las luchas de ambos eran y son lo mismo de audaces, y dirigidas a iguales objetivos: el progreso social, el imperio de las libertades, la condena de la opresión, el fomento del campo y de la economía, la erradicación de la pobreza.

El general Uribe nunca se arredró ante las dificultades, y sus ideas eran claras e incisivas. Desafiaba el peligro con altas cargas de coraje y jamás retrocedió ante el adversario. Sus lides las ganaba más con el filo de la inteligencia que con el filo de la espada. Con vehemencia defendía los principios morales y los valores de la familia. ¿Hay acaso alguna diferencia con el presidente Uribe, uno de los elementos humanos de mayor carácter que haya tenido Colombia? Otra semejanza, muy pronunciada en ellos, es su vocación por el campo.  Finqueros de nacimiento, aprendieron en el ámbito campesino a valorar al hombre y sacar pautas para ennoblecer el ejercicio de la vida pública. La tierra significó para ellos, fuera de un medio de laboreo y sustento, una identidad con las raíces de la patria.

Edificante ejercicio el de leer una por una, como lo he hecho con morosa delectación, las cartas que ubican a Rafael Uribe Uribe en la intimidad de su hogar. Allí se encuentra el esclarecido pensador y el arrojado militar y político que recorre el país dentro de sus propósitos justicieros, y que muchas veces va a dar la cárcel, y al mismo tiempo envía cartas seguidas a su esposa para mantener vivo el afecto familiar y no dejar desfallecer a los suyos en las garras del infortunio. El más optimista y afirmativo de todos es el propio prisionero. “Todavía no ha nacido -le escribe en una de sus épocas aciagas- el que me vea sin bríos o amilanado (…) Tomo las cosas por el lado bueno, y si no lo tienen, presto paciencia y espero”.

En repetidas ocasiones le dice a su esposa que no se deje vencer por el desaliento y que conserve, por el contrario, el ánimo templado para superar los reveses y sacar a los hijos adelante. A ellos les recomienda, con el mismo tesón, que todos los días se levanten temprano, destierren la pereza, hagan ejercicio continuo y aprendan las fórmulas de la vida sana y productiva, como métodos para llegar lejos.

Esas misivas son mensajeras de los mejores consejos sobre la dignidad humana, sobre la guarda de los valores y la derrota de los vicios. No quiere lágrimas en la familia: “Si el lloro y la melancolía son muestras de amor -le advierte a doña Tulia-, creo que, como interesado principal, puedo decirte que no me gusta ese modo de quererme y que ojalá me lo cambies por otro”. Además, desea una esposa bien arreglada y sugestiva, que no se deje engordar ni perder la figura. Todo un tratado de estética y glamour, dictado por un prisionero invencible que nunca se dejó apabullar por el fracaso y que en los calabozos se dedicó a leer, estudiar, escribir y aconsejar.

En diferente escenario, el presidente Uribe Vélez irradia esa misma maravillosa personalidad. Ahí lo vemos todos los días levantándose con las primeras luces del día a practicar la lectura, el deporte y la meditación, para pasar luego a dirigir, con mente clara, mano firme y corazón abierto, los ingentes problemas de un país sumido en la atrocidad de la guerra. Los mismos consejos que el general Uribe daba a sus hijos, son los que inculca en los suyos el otro Uribe,  nacido un siglo después, quien con el mismo talante, altura de miras y concepción filosófica de la existencia y sus complejidades, sigue los mismos derroteros trazados en la historia colombiana por su coterráneo, auténtico paladín de la patria.

El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2003.

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Guerra a los pensionados

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La sana intención de combatir los abusos pensionales, anunciada en la campaña del presidente Uribe, se ha desviado de ruta. Este programa buscaba, en primer término, acabar con los regímenes especiales que permitían pensiones exageradas, como las del Congreso, Colpuertos, Ecopetrol y las altas cortes, y que eximían a sectores privilegiados del cumplimiento de las normas fijadas para la mayoría de trabajadores, como la del tiempo de servicio y la edad; y en segundo término, limitar la prestación a un máximo de veinte salarios mínimos. Ninguno de los dos objetivos se ha cumplido a cabalidad, aunque se han dado pasos importantes para conseguir mayor equilibrio en el futuro.

Queriendo atajar tales desvíos, los funcionarios fiscalistas, con el ministro de Hacienda a la cabeza, descubrieron un campo fácil para explorar nuevos impuestos. Primero pusieron sobre la mesa la llamada olla pensional, donde se muestra el inmenso hueco causado en el Seguro Social por la  disminución de las reservas, que están a punto de agotarse (nunca se ha dicho en qué tiempo exacto: se ha hablado de seis años, luego de cinco, después de cuatro, y ahora se dice que la olla está casi vacía).

Y expusieron los funcionarios alcabaleros, como deducción lógica de la situación alarmante por ellos mismos planteada, la urgencia inaplazable (una urgencia más) de impedir el naufragio mediante la adopción de medidas drásticas que por supuesto deben asumir los propios pensionados, para que no cesen los pagos. Abusos y tolerancias de todo orden han ocasionado esta crisis progresiva que se viene agrandando desde hace mucho tiempo, sin que ningún gobierno haya tomado medidas radicales.

En este desastre, es el  mismo Gobierno -el actual y los sucedidos a partir de 1967- el responsable del caos producido en las cuentas pensionales. Óigase bien: desde que el Seguro Social se fundó, el Estado no ha cubierto una sola de las cuotas que le corresponden dentro del sistema tripartito establecido:  patrono, trabajador y Estado. Y han pasado 37 años. ¿Cuánto valen esas contribuciones? Una suma astronómica, claro está. Ojalá se revele con precisión ese guarismo. Y lo más importante: ojalá se pague. Carlos Lemos Simmonds hablaba del Estado ladrón: aquí lo tenemos de cuerpo entero.

Sin embargo, al pobre pensionado se le quieren cobrar los platos rotos. Aparte de que sus ingresos entran en mengua desde el momento en que queda cobijado por el sistema, hoy se busca disminuir aún más dicha prestación. Cuando la persona trabajaba en una empresa, sólo atendía la tercera parte del 12 por ciento para salud, y al entrar al régimen pensional le toca asumir la totalidad. Con esta ironía: como la atención médica que ofrece el Seguro es ineficiente, y en muchos casos inexistente, hay pensionados que contratan, con la ayuda de su familia, pólizas particulares para procurarse la asistencia médica que no obtienen con sus propios aportes. De esta manera, el 12 por ciento se vuelve plata perdida para el contribuyente, e ingreso cierto para el Seguro.

Hace poco se fijó una cuota del uno por ciento para las pensiones superiores a diez salarios mínimos, y además trató de implantarse una tasa impositiva para la mayoría de niveles, a partir del próximo año. Y se ha pretendido eliminar la mesada 14 y recortar a la mitad la pensión del cónyuge sobreviviente. Así de fácil se atenta contra una población indefensa.

Como a los pensionados no hay quien los escuche, en el momento menos pensado se idean fórmulas alegres para cercenar sus derechos. Con pequeñas cuotas salidas de una masa grande de contribuyentes -se piensa con ligereza-, el Estado podría remediar muchas necesidades. Es lo que se intenta hacer por medio del referendo, al proponerse la congelación por dos años de las pensiones del sector público.

Esta arremetida del despojo no cabe, no puede caber, en los esquemas del Gobierno preocupado por la justicia social. Hoy, como no se había visto con tanta desmesura en anteriores administraciones, se ha agudizado la guerra despiadada contra los pensionados, quienes se convirtieron en el trompo de poner para tapar los huecos financieros. Es hora de que el presidente Uribe le ponga freno a esta carrera de excesos.

El Espectador, Bogotá, 25 de septiembre de 2003.
Avancemos, Asociación de Pensionados del Banco Popular, febrero/2004.  

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Los hijos del viento

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con esta novela, Fernando Soto Aparicio llega a las 50 obras publicadas. Su producción literaria se inicia en 1960 con Los bienaventurados, y al año siguiente sale La rebelión de las ratas, su novela más representativa, que ha tenido múltiples ediciones y se volvió texto preferido en los establecimientos docentes. De su extensa obra, 26 títulos corresponden a novelas, 12 a libros de poemas, 8 a cuentos y relatos, 4 a ensayos. Es el novelista más prolífico de Colombia y el que ha dedicado la totalidad de su trabajo intelectual a enfocar la condición humana dentro de las más variadas circunstancias del hombre.

En los 43 años de labor continua y en los 70 de edad, que cumple en octubre próximo, Soto Aparicio ha escrito, con su propia vida, el mejor ejemplo de vocación literaria y la prueba más elocuente de lo que representa la artesanía de la palabra. Editado un libro, ya viene en camino el siguiente. Es lo que sucede en este caso, cuando en el mismo suceso de sus bodas de oro bibliográficas, el escritor anuncia el título número 51, Poemas en ocre y luna, que aparecerá en los próximos meses. Beatriz Espinosa Ramírez, licenciada en filosofía, escribió hace varios años el ensayo Soto Aparicio o la filosofía en la novela, excelente análisis sobre la carrera de este infatigable escritor boyacense y sobre su identidad con el hombre latinoamericano

La rebelión de las ratas gira en torno a la explotación de los mineros en las entrañas sórdidas de los socavones. Nítida denuncia sobre el trato ímprobo que reciben estos trabajadores en toda América, a merced de patronos crueles y embrutecidos por la soberbia del dinero. Es la misma temperatura que, en escenario diferente, se vive en Germinal, inmortal obra de Emilio Zola. En Los hijos del viento, nuestro escritor aborda otro tema similar y de palpitante vigencia: el de la raza indígena, vulnerada en sus derechos fundamentales y pisoteada en su propio territorio. Cuatro décadas después de publicada su obra cumbre, Soto Aparicio retoma la misma bandera social contra el ultraje de que son víctimas las clases humildes.

Vigía del Viento, el sitio donde se desarrollan los sucesos, es el resguardo de una comunidad indígena que durante milenios viene entregada al cultivo pacífico de la tierra y a la íntima veneración de sus dioses y creencias, y que un día, con motivo de la llegada de la compañía petrolera, ve amenazada su tranquilidad con la irrupción de poderosas maquinarias y el gobierno arrogante de los empresarios gringos, en asocio con los aliados colombianos. En esta forma quedan lesionadas las costumbres y tradiciones de los uwas, como en el episodio de los mineros, por el despotismo y el atropello. Con la usurpación de la tierra y el irrespeto de las normas tutelares, los indígenas, perseguidos y diezmados, tienen que abandonar sus parcelas en medio del desespero y la desprotección.

Esto no es solo novela: es la lacerante realidad que ocurre desde tiempos inmemoriales en la profundidad de nuestras selvas, en actos lesivos de la dignidad humana, que una vez protagonizan las casas caucheras o las compañías exploradoras del petróleo, y otras las guerrillas y los capos de las drogas, que parecen ser -o son- la misma cosa. Mientras tanto, bajo el fragor de las balas, de la dinamita y de las fumigaciones aéreas, se atenta contra los árboles, el agua, los animales y la flora tropical, exterminando uno de los mayores recursos naturales con que cuenta el país. “Fuimos los dueños de la tierra -clama la vilipendiada población indígena- y ahora somos los desterrados. Fuimos árboles de raíces enormes y ahora sólo somos los hijos del viento”.

Este testimonio estremecedor, escrito con aliento poético, se convierte, además, en bello canto de la selva, con cierta reminiscencia de José Eustasio Rivera en La vorágine. Como novela-denuncia se va contra el maltrato de los indios, el despojo de las tierras, el abuso y corrupción de las autoridades, el poder del capitalismo, el imperio de los guerrilleros. Novela con pocos personajes centrales, no deja decaer un solo instante el interés del lector y tiene a la jungla como su principal actor. Maneja a ratos un erotismo bien dosificado, que cae a gotas, como leve llovizna, sobre las tierras convulsionadas por la barbarie del hombre. Llovizna Abril, líder de los uwas, habla el lenguaje de la selva -porque es la propia selva- y se convierte en heroína fascinante del drama que representa.

El Espectador, Bogotá, 21 de mayo de 2003.

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Evocaciones

viernes, 27 de noviembre de 2009 Comments off
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