Por: Gustavo Páez Escobar
Hace veinticinco años me obsequió Rafael Gómez Picón el libro de su autoría titulado “Rafael Uribe Uribe en la intimidad”, obra que he vuelto a leer en estos días junto con otros documentos valiosos -entre ellos varios ensayos de Otto Morales Benítez- que me propuse unir para rastrear con mayor enfoque la extraordinaria personalidad del inmolado líder antioqueño. De esas lecturas he sacado certeras señales tanto sobre la época tormentosa que le tocó vivir al héroe, y que produjo a la vez una implacable tormenta interior en su alma, como sobre las estrechas similitudes que existen entre él y otro Uribe de nuestros días: el doctor Álvaro Uribe Vélez, presidente de la República.
Debo confesar que la correspondencia dirigida por el general Uribe a su esposa entre los años 1885 y 1895 me causó honda conmoción. Difícil hallar un epistolario tan entrañable y enternecedor, tan lleno de afecto, ideas y sabiduría. Esas cartas constantes, muchas de ellas escritas en la prisión o en el fragor de las batallas, no solo revelan las angustias y esperanzas del aguerrido político, sino que pintan la temperatura de aquellos tiempos dominados por los odios y la pasión sectaria.
El país de entonces vivía bajo la permanente contienda bélica, y al general Uribe le correspondió participar en las guerras de los años 1876, 1886, 1895 y 1899. Su liderazgo como abanderado de la paz y fustigador de la injusticia social lo mantenía más en la cárcel que al lado de su familia. Hoy, el azote de la guerrilla tiene ensangrentado el mapa de la patria, desde mucho tiempo atrás, y sometido al presidente Uribe a los mismos atentados de que aquél fue objeto.
El general Uribe fue un luchador solitario que en infinidad de ocasiones expuso su vida por la defensa de sus ideas. En 1896 era el único miembro de su partido que asistía al Congreso, y su voz se escuchaba en todo el país. Por su parte, a Uribe Vélez le ha correspondido afrontar grandes cruzadas sin el respaldo de su colectividad, y también su liderazgo se siente en todo el territorio nacional. Las luchas de ambos eran y son lo mismo de audaces, y dirigidas a iguales objetivos: el progreso social, el imperio de las libertades, la condena de la opresión, el fomento del campo y de la economía, la erradicación de la pobreza.
El general Uribe nunca se arredró ante las dificultades, y sus ideas eran claras e incisivas. Desafiaba el peligro con altas cargas de coraje y jamás retrocedió ante el adversario. Sus lides las ganaba más con el filo de la inteligencia que con el filo de la espada. Con vehemencia defendía los principios morales y los valores de la familia. ¿Hay acaso alguna diferencia con el presidente Uribe, uno de los elementos humanos de mayor carácter que haya tenido Colombia? Otra semejanza, muy pronunciada en ellos, es su vocación por el campo. Finqueros de nacimiento, aprendieron en el ámbito campesino a valorar al hombre y sacar pautas para ennoblecer el ejercicio de la vida pública. La tierra significó para ellos, fuera de un medio de laboreo y sustento, una identidad con las raíces de la patria.
Edificante ejercicio el de leer una por una, como lo he hecho con morosa delectación, las cartas que ubican a Rafael Uribe Uribe en la intimidad de su hogar. Allí se encuentra el esclarecido pensador y el arrojado militar y político que recorre el país dentro de sus propósitos justicieros, y que muchas veces va a dar la cárcel, y al mismo tiempo envía cartas seguidas a su esposa para mantener vivo el afecto familiar y no dejar desfallecer a los suyos en las garras del infortunio. El más optimista y afirmativo de todos es el propio prisionero. “Todavía no ha nacido -le escribe en una de sus épocas aciagas- el que me vea sin bríos o amilanado (…) Tomo las cosas por el lado bueno, y si no lo tienen, presto paciencia y espero”.
En repetidas ocasiones le dice a su esposa que no se deje vencer por el desaliento y que conserve, por el contrario, el ánimo templado para superar los reveses y sacar a los hijos adelante. A ellos les recomienda, con el mismo tesón, que todos los días se levanten temprano, destierren la pereza, hagan ejercicio continuo y aprendan las fórmulas de la vida sana y productiva, como métodos para llegar lejos.
Esas misivas son mensajeras de los mejores consejos sobre la dignidad humana, sobre la guarda de los valores y la derrota de los vicios. No quiere lágrimas en la familia: “Si el lloro y la melancolía son muestras de amor -le advierte a doña Tulia-, creo que, como interesado principal, puedo decirte que no me gusta ese modo de quererme y que ojalá me lo cambies por otro”. Además, desea una esposa bien arreglada y sugestiva, que no se deje engordar ni perder la figura. Todo un tratado de estética y glamour, dictado por un prisionero invencible que nunca se dejó apabullar por el fracaso y que en los calabozos se dedicó a leer, estudiar, escribir y aconsejar.
En diferente escenario, el presidente Uribe Vélez irradia esa misma maravillosa personalidad. Ahí lo vemos todos los días levantándose con las primeras luces del día a practicar la lectura, el deporte y la meditación, para pasar luego a dirigir, con mente clara, mano firme y corazón abierto, los ingentes problemas de un país sumido en la atrocidad de la guerra. Los mismos consejos que el general Uribe daba a sus hijos, son los que inculca en los suyos el otro Uribe, nacido un siglo después, quien con el mismo talante, altura de miras y concepción filosófica de la existencia y sus complejidades, sigue los mismos derroteros trazados en la historia colombiana por su coterráneo, auténtico paladín de la patria.
El Espectador, Bogotá, 2 de octubre de 2003.