Un pastor benemérito
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace 70 años, el 20 de abril de 1935, nacía en Bogotá, dentro de un hogar boyacense de acendrados principios religiosos, el presbítero Jorge Medina Escobar. Terminado su bachillerato en el Colegio San Bartolomé-La Merced, cursó dos años de derecho civil, carrera que abandonó para adelantar estudios de filosofía, teología y derecho canónigo, disciplinas desarrolladas en la Universidad Javeriana, el Colegio Eclesiástico Aloisiano y la Universidad Gregoriana.
Su vocación, que al principio se inclinó por la abogacía, estaba equivocada: sería sacerdote, título que obtuvo luego de sólida preparación y firme convicción acerca del destino que le correspondía cumplir en la sociedad.
En 1963 recibió la ordenación sacerdotal de manos de monseñor Baltasar Álvarez Restrepo, obispo de la diócesis de Pereira, donde inició su ministerio católico. El joven clérigo llegaba a conocer en el Antiguo Caldas la comarca floreciente, de gente sencilla, laboriosa y acogedora, cuyo espíritu abierto y franca simpatía cuadraban con la manera de ser del nuevo pastor de almas. Ese ‘bautizo’, como he de llamarlo a fin de situarme en el clima apropiado para ambientar esta nota, significó el feliz comienzo de su vida eclesiástica.
El resto de su ejercicio lo cumplió en Bogotá, con ejemplar entrega a sus actividades, en las que dejó huellas de su dinamismo y entusiasmo, don de gentes y destacadas ejecutorias. Comenzó como notario del Tribunal Eclesiástico, y a lo largo del tiempo ha sido capellán de los colegios Teresiano y La Enseñanza; capellán-profesor de las universidades de La Salle y Jorge Tadeo Lozano; capellán de la Industria Militar, del Batallón Miguel Antonio Caro, del Batallón Guardia Presidencial, de la Escuela Logística y del Batallón de Mantenimiento del Ejército, y profesor de la Escuela Militar de Cadetes.
En esta labor desarrollada entre la docencia y la capellanía corrieron más de 30 años, y conforme avanzaba el tiempo y surgían otros compromisos, iban quedando atrás algunos de los nexos adquiridos con planteles de enseñanza e instituciones castrenses, hasta que a la postre, con la satisfacción del deber cumplido, entró alborozado a la época gratificante del retiro.
Pero no del retiro absoluto, porque continúa desempeñando una de las funciones más preciadas de su apostolado: la de celebrar durante los 20 primeros días del mes la misa de mediodía en la parroquia de Santa Ana, barrio de Teusaquillo, oficio que cumple desde hace 36 años. Y también la de realizar en la misma parroquia las exequias de la una de la tarde. Además, en el conjunto residencial donde reside celebra los domingos, desde hace 16 años, misas a las 10 y a las 12 del día, de las que se benefician los vecinos de los sectores aledaños.
En el territorio de Santa Ana, este clérigo simpático y encantador (a quien en familia le damos el diminutivo cariñoso de Jorgito, por su afabilidad, sencillez y espíritu de servicio) es todo un personaje. Podría decirse que el mismo aprecio de que goza entre los vivos, también lo tiene entre los muertos, pues son incontables las almas que han recibido de sus manos, con una palabra de consuelo y esperanza, la despedida hacia el otro mundo.
En nuestro ámbito familiar, su ministerio ha estado presente en cuanto bautizo, enfermedad, matrimonio o defunción se le llame: esa es la ventaja de contar con sacerdote propio, dispuesto siempre a dispensar el bien.
En medio de su itinerario entre militares y estudiantes, que le ha absorbido gran parte de su vida, las anécdotas que han surgido son numerosas. Poseedor de exquisito sentido del humor, en las reuniones sociales sobresale por su vena chispeante y sus cuentos picantes. Acostumbrado a tratar presidentes y altos personajes y a conocer lo mismo las cumbres del poder que los abismos de la miseria, su visión humana no puede estar mejor cimentada. Por eso, en sus homilías resuenan los problemas sociales con el vigor y la elocuencia del gran orador sagrado que siempre ha sido.
La Presidencia de la República, en los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco, le otorgó brillantes condecoraciones, como también lo hizo el Comando General de las Fuerzas Militares. Y las universidades donde estuvo vinculado reconocieron sus servicios con muestras de gratitud.
Tras largos años de investigación, en 1992 publicó el libro Raíces familiares, que recoge nuestros ancestros Medina, Calderón, Escobar y Corso, obra que motivó nuestra primera reunión de familia, con más de 400 asistentes. Por dicho trabajo supe que la palabra “Medina” viene del árabe y significa “Ciudad”.
Se me ocurre pensar que el padre Jorge Medina Escobar, obediente a su apellido, representa el pastor auténtico del mundo moderno alojado en los territorios de cemento, donde se agitan las grandes desigualdades sociales. Ahora entiendo por qué prefirió ser sacerdote y no abogado.
El Espectador, Bogotá, 14 de abril de 2005.