Pedro Páramo, 50 años después
Por: Gustavo Páez Escobar
Con Pedro Páramo nacía en 1955 la novela más representativa de Méjico y una de las más destacadas de la literatura latinoamericana. Sin embargo, los críticos del país, salvo contadas excepciones, expresaron comentarios adversos sobre la obra y ésta pasó inadvertida para el público en general. Se le enjuiciaba por la falta de trama y de personajes claros, por la difícil comprensión de los tiempos y por no parecer una novela sino un enredado poema en prosa.
De los 2.000 ejemplares de la edición, 1.000 gastaron cuatro años en venderse y el resto los regaló el autor a las personas que le mostraban algún interés por su libro fracasado. Hoy es una de las novelas más difundidas en el mundo entero, y Juan Rulfo se convirtió en uno de los escritores más enigmáticos y asombrosos de todas las épocas.
Entre los pocos que creyeron en la obra está el también novelista mejicano Carlos Fuentes, que en el momento de su aparición la recibió con aplausos y más tarde la catalogó como la mejor novela escrita jamás en su país. También se cuenta el crítico español Carlos Blanco Aguinaga, que en el mismo año 55 elaboró un brillante ensayo de 40 páginas donde resaltaba la trascendencia de este libro monumental –de sólo 100 páginas–, que no había sido comprendido y que estaba llamado a perdurar en las futuras generaciones.
Quienes criticaron, e incluso todavía critican, la confusión de los tiempos novelados, tal vez tienen razón, aunque habría que reclamarles la parvedad de su juicio: en Pedro Páramo el tiempo está detenido y no es acertado buscar pasados ni presentes, ya que en Comala el tiempo es mítico e inmutable, por tratarse de una historia donde todos se encuentran muertos y se levantan de sus huesos para ofrecer una visión fantasmagórica de la existencia.
En esta aldea de ánimas en pena, que se confunden con seres reales, es fácil perderse entre los laberintos del absurdo e incluso en medio de comicidades macabras, y habría que preguntarnos si esos caminos subterráneos acaso no personifican los espectros que llevamos en el subconsciente.
Todo en Pedro Páramo es desconcertante, fantasmal y perturbador, y también deslumbrante y mágico. Es una historia de muertos-vivos, y de vivos-muertos, que suele ser la misma cosa. La eterna historia de la humanidad, en la que se alternan la vida y la muerte, con su horizonte de violencia y de escasos sosiegos.
A los cuatro o cinco años, Juan Rulfo quedó huérfano de padre, el que fue asesinado dentro de las luchas cristeras, suceso que le dejó marca indeleble para el resto de sus días. Después pasó a un orfanato y allí la soledad fue pavorosa. De Sayula, donde había nacido en 1918, se trasladó a San Gabriel, paraje rural que lo estremeció por las supersticiones y el culto que rendía a los muertos. De ese mundo desolado y violento surgió la temperatura del libro. Idea que el escritor maduró por varios años y que al fin se decidió a realizar, entre abril y agosto de 1954, en 300 páginas de cuadernos escolares. Vino luego una exigente labor de depuración, y la obra fue reducida a la mitad.
Antes, en 1953, había publicado los quince cuentos que conforman El llano en llamas, que le sirvieron de preámbulo para adentrarse en el universo de los campesinos que habitaban aquellas latitudes azotadas por la crueldad y el miedo, cuyo escenario mayor vino a plasmarse, con ráfagas de misterio y de hechizo, en Pedro Páramo. En la baraja de los títulos de libros, duda que siempre acompaña al autor, Rulfo había considerado otros tres nombres para su novela: Los desiertos de la Tierra, Una estrella junto a la luna y Los murmullos.
El narrador, que fuera de escuchar en su juventud una serie de relatos espeluznantes de labios de su tío bohemio y andariego, había vivido en carne viva la dureza de las tierras devastadas, se sintió liberado cuando pudo contar la verdad: su verdad onírica y obsesiva. Cuando escribí Pedro Páramo –revelaría 30 años después de publicada la obra– sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio”.
Y se encaminó a la tierra mítica, que lo aguardaba desde muchos años atrás y que él iba a descubrir para la literatura universal. Con estas palabras comienza a cumplir su cometido: “Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…”
Penetra en el territorio desierto, sólo habitado por fantasmas, ecos sepulcrales y sombras huidizas y se tropieza con las almas insepultas, que tienen capacidad de hablar, reír y llorar, y que terminan reconstruyendo los hechos del pueblo. Sabe entonces que la historia está viva, y él la rescata con palabras alucinantes que brotan de los labios de los muertos. La aldea resucita y le da vida a una de las novelas de mayor belleza, vigor y embrujo que se hayan producido en tierras americanas. Duras tierras las nuestras que, cincuenta años después, no han cambiado en absoluto su rostro de miseria y barbarie.
Rulfo, que conquistó la inmortalidad con sólo dos libros de brevedad fantástica, da ejemplo a los escritores farragosos que piensan perpetuarse, sin que puedan lograrlo, con monumentos al desperdicio de la palabra. Además, enseña con su modestia y lejanía de los círculos del poder y la fama que la valía del escritor está por encima de los reinos artificiales.
El Espectador, Bogotá, 31 de marzo de 2005.