El príncipe de las extravagancias
Por: Gustavo Páez Escobar
Michael Jackson, el llamado “rey del pop”, es un ídolo arrollado por la fama. Cuánto daría él en su mundo erróneo, y aclamado por multitudes de fanáticos, por tener un minuto de felicidad. Su mala estrella no le permite gozar de un instante de sosiego. En medio de sus millones de dólares, compadezco al pobre Jackson y no deseo estar metido en su piel. Tal vez el signo más distintivo de su desequilibrio mental resida en el cambio de piel y en la rectificación de la nariz y la barbilla que se hizo practicar hace varios años, para pasar de negro a blanco y adquirir otra imagen.
Con dicha metamorfosis tuvo una negación de sí mismo y un desprecio de su propia figura. Esta duda patológica sobre su identidad se manifiesta en su personalidad desubicada que lo lleva a sentirse a veces hombre y a veces mujer. Su mente vive en conflicto y no logra captar la realidad. Su mundo es fantasioso y lleno de telarañas. De niño, su padre lo golpeaba para que aprendiera las clases de coreografía y cantara mejor. La violencia paterna lo apegó al afecto de la madre, y este complejo lo mantiene todavía en el mundo de la niñez, a sus 44 años de vida. Es posible que de ahí no salga nunca. Si fuera sólo niño, lo envidiaría. Pero es un niño traumatizado. ¡Pobre Jackson!
Una prueba de su anormalidad es la atracción que muestra por los niños, la que lo ha llevado a cometer acciones aberrantes, condenadas por las leyes penales de todo el mundo. Parece que él no es consciente de esa conducta y confunde el sentido de la ternura con el abuso sexual. Ha logrado eludir graves denuncias de pederastia gracias al poder del dinero y a su inmensa popularidad, lo que le ha permitido proteger sus inclinaciones malsanas.
Hace diez años afrontó una acusación por el atropello de un menor de edad, pleito del que salió airoso mediante el pago de una suma millonaria. Dicha cifra, según rumores, se sitúa entre quince y cuarenta millones de dólares, con la que anestesió la conciencia de los padres de la víctima. Ahora le aparece otro caso similar, por el que entró con las manos esposadas a una comisaría de Las Vegas, de donde salió una hora después haciendo la señal de la victoria, después de pagar una fianza de tres millones de dólares.
Acto seguido tomó su jet privado y regresó ufano a grabar su última canción: “Otra oportunidad”. Título que se convierte en una ironía, considerando la forma descarada como maneja su comportamiento y se enfrenta a los tribunales. Parece, sin embargo, que esta vez no se librará del rigor de las leyes. Hay quienes sostienen que ha llegado al final de su carrera.
Desde luego, él no lo cree así. Sostiene que es inocente y que todo lo que ha hecho es dormir con niños, pero sin tocarlos. También es de su autoría la siguiente frase: “Si no hubiera más niños en la tierra, si alguien anunciara que todos los niños están muertos, me tiraría desde un balcón”. Hace poco, mostró a su tercer hijo ante una multitud de fanáticos, en un balcón de Berlín, exponiéndolo a serio peligro en el vacío.
Jackson ha perdido la noción de lo que significa el respeto a los niños y de seguro cree que el abuso sexual es muestra de afecto. Por eso, tampoco respeta la sociedad. Como su mundo y su mente siguen siendo infantiles, instauró en su finca Neverland, con un costo exorbitante, fantásticas diversiones para la niñez, de las que, obvio, él mismo participa. Y tiene a Peter Pan como su ídolo mayor. Aquí es donde coinciden los siquiatras en diagnosticar su falta de identidad, que lo lleva a cometer delitos sexuales sin reparar en ellos, los que luego pretende borrar con dinero. Este monstruo de la sociedad moderna, como lo es en Colombia el cantante Diomedes Díaz, cifra su imperio en la idolatría de las multitudes que aplauden sus extravagancias y perdonan sus transgresiones morales.
Jackson era uno de los artistas más ricos del mundo. Su patrimonio se calculaba en 750 millones de dólares. Pero su carrera de derroches, junto con las cifras astronómicas que paga por evadir la justicia, lo llevan hoy a la ruina. En las Vegas gastó 10 millones de dólares en perfumes destinados a Elizabeth Taylor, su mejor amiga, y adquirió para él un reloj de dos millones, que nunca pagó.
El mantenimiento de Neverland y la nómina de sus 120 empleados le representan un costo exagerado. Se dice que sus deudas pasan de 200 millones de dólares. Parece que en su mundo agresivo, repugnante y estrafalario, perdió todas las oportunidades para retener unos pocos dólares de felicidad. ¡Pobre Jackson!
El Espectador, 29 de enero de 2004.