Los hijos del viento
Por: Gustavo Páez Escobar
Con esta novela, Fernando Soto Aparicio llega a las 50 obras publicadas. Su producción literaria se inicia en 1960 con Los bienaventurados, y al año siguiente sale La rebelión de las ratas, su novela más representativa, que ha tenido múltiples ediciones y se volvió texto preferido en los establecimientos docentes. De su extensa obra, 26 títulos corresponden a novelas, 12 a libros de poemas, 8 a cuentos y relatos, 4 a ensayos. Es el novelista más prolífico de Colombia y el que ha dedicado la totalidad de su trabajo intelectual a enfocar la condición humana dentro de las más variadas circunstancias del hombre.
En los 43 años de labor continua y en los 70 de edad, que cumple en octubre próximo, Soto Aparicio ha escrito, con su propia vida, el mejor ejemplo de vocación literaria y la prueba más elocuente de lo que representa la artesanía de la palabra. Editado un libro, ya viene en camino el siguiente. Es lo que sucede en este caso, cuando en el mismo suceso de sus bodas de oro bibliográficas, el escritor anuncia el título número 51, Poemas en ocre y luna, que aparecerá en los próximos meses. Beatriz Espinosa Ramírez, licenciada en filosofía, escribió hace varios años el ensayo Soto Aparicio o la filosofía en la novela, excelente análisis sobre la carrera de este infatigable escritor boyacense y sobre su identidad con el hombre latinoamericano
La rebelión de las ratas gira en torno a la explotación de los mineros en las entrañas sórdidas de los socavones. Nítida denuncia sobre el trato ímprobo que reciben estos trabajadores en toda América, a merced de patronos crueles y embrutecidos por la soberbia del dinero. Es la misma temperatura que, en escenario diferente, se vive en Germinal, inmortal obra de Emilio Zola. En Los hijos del viento, nuestro escritor aborda otro tema similar y de palpitante vigencia: el de la raza indígena, vulnerada en sus derechos fundamentales y pisoteada en su propio territorio. Cuatro décadas después de publicada su obra cumbre, Soto Aparicio retoma la misma bandera social contra el ultraje de que son víctimas las clases humildes.
Vigía del Viento, el sitio donde se desarrollan los sucesos, es el resguardo de una comunidad indígena que durante milenios viene entregada al cultivo pacífico de la tierra y a la íntima veneración de sus dioses y creencias, y que un día, con motivo de la llegada de la compañía petrolera, ve amenazada su tranquilidad con la irrupción de poderosas maquinarias y el gobierno arrogante de los empresarios gringos, en asocio con los aliados colombianos. En esta forma quedan lesionadas las costumbres y tradiciones de los uwas, como en el episodio de los mineros, por el despotismo y el atropello. Con la usurpación de la tierra y el irrespeto de las normas tutelares, los indígenas, perseguidos y diezmados, tienen que abandonar sus parcelas en medio del desespero y la desprotección.
Esto no es solo novela: es la lacerante realidad que ocurre desde tiempos inmemoriales en la profundidad de nuestras selvas, en actos lesivos de la dignidad humana, que una vez protagonizan las casas caucheras o las compañías exploradoras del petróleo, y otras las guerrillas y los capos de las drogas, que parecen ser -o son- la misma cosa. Mientras tanto, bajo el fragor de las balas, de la dinamita y de las fumigaciones aéreas, se atenta contra los árboles, el agua, los animales y la flora tropical, exterminando uno de los mayores recursos naturales con que cuenta el país. “Fuimos los dueños de la tierra -clama la vilipendiada población indígena- y ahora somos los desterrados. Fuimos árboles de raíces enormes y ahora sólo somos los hijos del viento”.
Este testimonio estremecedor, escrito con aliento poético, se convierte, además, en bello canto de la selva, con cierta reminiscencia de José Eustasio Rivera en La vorágine. Como novela-denuncia se va contra el maltrato de los indios, el despojo de las tierras, el abuso y corrupción de las autoridades, el poder del capitalismo, el imperio de los guerrilleros. Novela con pocos personajes centrales, no deja decaer un solo instante el interés del lector y tiene a la jungla como su principal actor. Maneja a ratos un erotismo bien dosificado, que cae a gotas, como leve llovizna, sobre las tierras convulsionadas por la barbarie del hombre. Llovizna Abril, líder de los uwas, habla el lenguaje de la selva -porque es la propia selva- y se convierte en heroína fascinante del drama que representa.
El Espectador, Bogotá, 21 de mayo de 2003.