El ‘Ñito’ Restrepo
Por: Gustavo Páez Escobar
Hace setenta años, a fines de marzo de 1933, fallecía en Barcelona (España) Antonio José Restrepo, el célebre ‘Ñito’ (como lo llamaban sus familiares y amigos, y así se quedó). En otro marzo -el de 1855- había visto la luz en Concordia (Antioquia). “Nací en Concordia, pero he vivido en guerra”, diría años después. En efecto, su época estuvo marcada por los turbulentos conflictos bélicos de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que tantos rencores, venganzas y muertes causaron en el territorio colombiano.
Este hijo de la guerra fue uno de los personajes más reconocidos de su tiempo, como político, parlamentario, diplomático, escritor y periodista. Sus mayores luchas fueron por la justicia, el derecho y la libertad. Patriota íntegro, sus actuaciones en el Parlamento y el periodismo, por lo vehementes y categóricas, despertaban sonados aplausos entre sus amigos y hondos resquemores entre sus rivales.
No era hombre de medias tintas, sino vertical y combativo. Sin embargo, nunca fue un político rencoroso. Al revés, era tolerante y magnánimo. Escuchaba con serenidad la opinión ajena y aceptaba sin dificultad sus propios errores, cuando los había, sin abandonar sus firmes convicciones. Era un combatiente acerado que cruzaba sus espadas en franca lid.
Se desempeñó en la vida pública con entereza y donaire, a favor o en contra de los aguerridos protagonistas de una de las épocas más tormentosas de la vida colombiana. Comenzó siendo seguidor entusiasta de Núñez, parece que más por seducción de sus versos -cuando el futuro escritor comenzaba a hacer sus primeras incursiones en la poesía- que por real convencimiento político. Cuando se desilusionó de los sistemas de la Regeneración, lo combatió sin tregua.
Lo mismo sucedió con Guillermo Valencia, con quien por largos años mantuvo estrecha amistad. Relación que se derrumbó cuando el bardo de Popayán le lanzó en el Senado un desobligante ataque personal, por los días en que ambos estaban enfrentados en la candente discusión de la pena de muerte. En cambio, fue siempre fervoroso admirador de José Asunción Silva, del que se hizo amigo entrañable cuando este sacudía el alma nacional con sus mensajes líricos.
Respaldó, como muchos liberales, el mandato de Rafael Reyes, uno de los más progresistas que ha tenido el país, y con decisión aceptó participar en ese gobierno tan bien intencionado y tan poco comprendido. Restrepo, como hombre de trabajo y acción, ajeno al morbo del sectarismo y preocupado en todo momento por el bien de la patria, se sentía identificado por completo con la bandera de Reyes: “Menos política y más administración”.
‘Ñito’ poseía una personalidad polifacética. Su afinidad con el campo lo llevó a emplearse, tras cursar los estudios primarios en la escuela de su pueblo, como jornalero de una mina en Titiribí, durante dieciocho meses. Allí aprendió, más que el laboreo en los socavones, a formar su carácter. Tal vez su sentido de observación y su profunda sensibilidad humana le vendrían de ese oficio rudo. En sus comienzos estudiantiles dejó rastros de su temperamento inquieto y de su espíritu rebelde. En los predios universitarios descolló como fulgurante agitador y agudo expositor de ideas.
Como escritor múltiple, impuso un estilo castizo, desenvuelto y ameno, y a veces mordaz. Fue fundador de varios periódicos y columnista de prestigio. Su obra está representada en cerca de treinta libros de variada índole. El más famoso, El cancionero antioqueño. Y el más punzante, Sombras chinescas. Manejaba el fino sarcasmo y el repentismo deslumbrante, en prosa o en poesía, como un estilete mortal contra sus contendores.
Volteriano y anticlerical, sus intervenciones en la vida pública eran demoledoras. Admiraba a Cristo como uno de los grandes reformadores de la humanidad y arremetía contra los falsos sacerdotes que tergiversaban sus enseñanzas. Todos estos campos los manejaba con inteligencia portentosa, de la que brotaban chispas de ingenio.
Alirio Gómez Picón es autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre Restrepo, publicada por el Banco de Occidente en 1974. También he leído sobre él densos ensayos salidos de la pluma docta de Luis Eduardo Nieto Caballero. Tan selecto material me ha servido para revivir esta figura seductora, que el paso del tiempo ha preservado en toda su dimensión histórica.
El último servicio que el personaje, entonces diplomático, le prestó al país, fue en Suiza. De allí viajó a Barcelona (España), en marzo de 1933, afectado por severa dolencia, y se encontró con su viejo amigo Carlos Villafañe. Tres días después moría en una clínica, asistido por una monja ocasional. El doctor Eduardo Santos dispuso que el cadáver fuera embalsamado y traído a Colombia. El barco Magallanes surcó los mares con los restos ilustres. Hoy, un callado monumento recuerda en el Cementerio Central de Bogotá el nombre de este gran colombiano.
El Espectador, Bogotá, 20 de marzo de 2003.