Palabras de mujer -I-
Por: Gustavo Páez Escobar
He recibido, casi en forma simultánea, dos breves y bellos libros escritos por mujeres, el uno de Bogotá y el otro de Medellín, que tienen entre sí curiosas coincidencias: ambas obras son autobiográficas, su formato y el número de páginas son parecidos, las dos autoras han cultivado expresiones del arte, y en ambos libros aparecen palabras preliminares de la poetisa Inés Blanco. Se trata de mujeres luchadoras, pensantes y creativas, con claro sentido de los valores éticos, religiosos y familiares, lo mismo que de los problemas sociales del país. La una es abogada y pintora y la otra, profesora y poetisa.
Gladys García de Londoño, nacida en Bogotá, abogada de la Universidad del Rosario, especializada en derecho de familia en la Universidad Santo Tomás y en derecho de menores en el Externado de Colombia, publica el libro que lleva por título Luz de otoño, páginas para David Esteban. Ya había escrito dos textos anteriores relacionados con su profesión. Desde joven siente afición por las letras y la pintura, y ahora, en la dorada época del otoño, ha querido escribir este libro testimonial, lleno de evocaciones, ideas y tesis diversas, que nos ha traído dgrata sorpresa a sus amigos.
“Quiero escribir para encontrarme, para contarles a los que me aman y yo amo, lo que he hallado, para dejarle a mi hijo, sobre todo, un testimonio de quién fui”. En estas palabras sintetiza Gladys el significado de su libro y de su mensaje. Y para explicar su repentina aparición en las letras, manifiesta: “Cada quien tiene un lugar en el mundo, que debe poseer sin pedir permiso”. Su esposo, el también escritor y abogado Óscar Londoño Pineda, anota que en la obra se reúne un “cúmulo de emociones y de reflexiones finamente entrelazadas, trasunto de una sensibilidad y de una madurez cultivada con esmero”.
Podría pensarse que se trata de un álbum de familia para guardar en la intimidad del hogar, como sin duda lo es, pero su contenido va mucho más allá: es la palabra bien escrita, que trasciende al público. En eso consiste la fuerza de la palabra. Narrando episodios de su propia vida, de su vocación por la lectura, la escritura y las artes plásticas, de su actitud filosófica ante los aconteceres de su entorno familiar y del mundo que la rodea, Gladys consigue crear una parábola de interés general. Dejando su testimonio personal, está conectada con el mundo. Escribe para ella misma y para que los demás piensen y fijen sus propias pautas frente al ejercicio de vivir.
Habla de sus rebeldías juveniles, de sus encuentros con Dios, de su solidaridad con el dolor ajeno, de su amistad con los árboles, los animales y la naturaleza. Al confesar sus iniciales indecisiones sobre la abogacía, dice: “Aprendí que la Ley es uno más de muchos instrumentos y no precisamente el más poderoso para resolver los problemas de las gentes”.
Se duele de la indolencia hacia la pobreza y la miseria de los colombianos. Resalta el tesoro de la amistad y de la fraternidad humana. Le declara su amor a Bogotá y al mismo tiempo critica la congestión urbana, la grosería de la gente, el desgreño de las oficinas públicas.
Y abre su corazón al amor, el amor de su esposo y del hijo único, David Esteban, limitado por alguna circunstancia física, pero que es artista como ella: también pinta. Gladys lo llama su “maestro”. Ambos son los ejes de su existencia. Esa fusión del corazón y la mente se vuelve el hilo zurcidor de toda la obra. Son la música del otoño.
Sin música en el alma, la escritora no entendería la vida. La espontaneidad, la franqueza y el donaire con que hace fluir su sentimiento en medio de la defensa de los principios y del derecho de pensar, ennoblecen su alma sensitiva y realzan su palabra de mujer.
Una anotación final para ponderar la excelente edición del libro por parte de la Editorial Códice, de don José González, la que ha adquirido prestancia entre los escritores por la esmerada confección de sus obras. La semana entrante comentaré el otro libro.
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Los calofríos de Gabo.- En su columna de la revista Semana, Isabel Rueda formula esta pregunta a Gabo: “¿Se dice ‘calofrío’, como dice en la página 54 de su último libro su protagonista, el culto profesor Mustio Collado, o se dice ‘escalofríos’, como decimos a diario todos los colombianos?”. Sin ser yo, por supuesto, García Márquez, voy a permitirme opinar al respecto.
El Diccionario de la Real Academia Española registra ambos términos, pero prefiere “escalofríos”, en plural, como lo menciona María Isabel. “Calofrío”, en siugular, parece rebuscado. Sin embargo, se me ocurre pensar que García Márquez usa la palabra en forma deliberada, y no por pedantería, para enviarle un mensaje a la Real Academia.
Según el DRAE, el escalofrío, o calofrío, es “una sensación de frío, por lo común repentina, violenta y acompañada de contracciones musculares…” El Larousse tiene esta definición, que parece más precisa: “Estremecimiento del cuerpo caracterizado por calor y frío simultáneos…” Mientras para la Real Academia el mal se caracteriza por una “sensación de frío”, para el Larousse se trata de un “estremecimiento de calor y frío” (como lo es, en efecto, la enfermedad). Me parece entender que García Márquez, metiéndose en los predios de la medicina y del propio cuerpo humano, le da más propiedad al vocablo: calofrío (o sea, calor y frío). Y además en singular, ya que la enfermedad es una sola.
El Espectador, Bogotá, 18 de noviembre de 2004.