El cronista de Tuluá
Por: Gustavo Páez Escobar
Difícil hallar otra persona que quiera tanto a su pueblo como Óscar Londoño Pineda. Hasta tal punto la patria chica se ha adherido a sus afectos, que se ha vuelto una obsesión. Tuluá ha tenido presencia absorbente en su vida, y él no ha cesado de enaltecerla en sus libros, discursos y artículos de prensa. Desde Los pasos de Egor, libro de cuentos aparecido en 1975 (el primero de los trece que lleva publicados), por su obra han desfilado, de manera elocuente, personajes de ficción o memoriosas páginas de reconocimiento de los hechos y los hombres que conforman la historia local.
Digamos también que el amor está bien correspondido. De allí se le llama con frecuencia para que honre con su palabra los grandes sucesos regionales, y para recibir, por supuesto, el tributo que la gente le rinde como a uno de los coterráneos más ilustres. Fue alcalde de Tuluá en 1959, juez penal, concejal y representante a la Cámara. También ha sido juez de instrucción criminal en Bogotá, secretario general de la Aeronáutica Civil, magistrado de los Tribunales Administrativos del Valle del Cauca y Cundinamarca y profesor universitario.
Es la voz lírica más destacada de la ciudad, donde también han descollado, en el plano de las letras, figuras tan reconocidas como las de Enrique Uribe White y Gustavo Álvarez Gardeazábal. Hay un hecho curioso en su producción literaria: sus cinco primeros libros estuvieron situados en los géneros de la narrativa y el ensayo, que se consideraban las venas de su literatura, y no llegó a intuirse su afición por la poesía.
Sólo en 1998, con Las palabras necesarias, título publicado 23 años después de su primera obra, vino a revelarse su capacidad lírica. Siguieron luego, en profusión sorprendente, Los silencios reunidos, Viento de espejos, La ciudad cantada y Las voces sumergidas, con los que se descubrió que siempre ha sido poeta.
Hay algo más: el ambiente de su libro inaugural, Los pasos de Egor, está imbuido de poesía. Sobre este hecho no repararon los lectores iniciales, quienes -los más perspicaces- sólo hallaron una obra singular, la que, dicho sea hoy de paso, no puede clasificarse en un género determinado, y esto la rodea de cierto hechizo: en algunas partes hay cuento, en otras, crónica, y también ensayo. Pero, por encima de todo esto, se trata de prosa lírica. Y si leemos con atención sus ensayos, encontramos en sutiles y a veces vigorosos hilos líricos. Por eso, es dado afirmar que el distintivo más certero que puede asignarse a su quehacer literario es el de poeta.
De su paso por la judicatura le brotó el libro La justicia no sonríe, testimonio patético de lo que es la sinrazón de ciertos episodios dolorosos que sufre la humanidad y por lo general permanecen silenciados. Más que el funcionario judicial, el que habla en estos cuentos es el humanista, en su tránsito escrutador por los juzgados y la magistratura. En estas historias de impiedad y angustia, zurcidas con fuertes hilos de enredo e ironía, para que no se olviden, discurren ignorados personajes del común que se mueven sin esperanza dentro de los intrincados caminos de las leyes.
Otra de sus facetas, muy acentuada, es la de cantor de su pueblo. Desde días lejanos, su sentimiento regional comenzó a manifestarse en diferentes formas: en el escrito divulgado por la prensa o la radio; en el discurso en la plaza pública; en la conferencia académica; en el prólogo de un libro, o en el poema secreto que se unía a otros dentro del sigilo de su mesa de trabajo.
Y cuando tuvo material suficiente, sacó a la luz, en 1999, dos libros seguidos como homenaje a su terruño: Tuluá, visión personal, a los que ya se suma el tercer volumen, próximo a aparecer en estos días. Además, en el año 2002 publicó dos poemarios de evocación y añoranza, dentro del ámbito de la comarca, y en ellos se conmueve su alma ante las “historias ya deshechas por la lluvia del tiempo”.
Londoño Pineda ha sido trabajador infatigable de la palabra, y gracias a esa perseverancia creadora acredita una obra polifacética y de alta valía, que lo hace sobresalir en el panorama literario del país y además lo consagra como el cronista mayor de Tuluá.
El Espectador, Bogotá, 19 de febrero de 2004