Laura Victoria, sensual y mística
Por: Gustavo Páez Escobar
Comenzando el siglo XX, en Soatá, pintoresco municipio boyacense con alma agreste y sabor de dátil, nace una poetisa, el 17 de noviembre de 1904. Caso insólito en un país destrozado por las guerras civiles que siguieron al grito de la Independencia, y herido por el morbo de la política sectaria, éste de brotar una flor delicada en medio de asperezas. Colombia era entonces territorio de rústicos caminos y limitados ensueños, con más espacio para el arado y la contienda bélica, que vocación para el cultivo del verso.
Laura Victoria llega al mundo en cuna de noble estirpe, envuelta en edredones y cortejada por voces de sirena. El prestigioso abogado Simón Peñuela, su padre, combatiente de escaramuzas en la hoya del Chicamocha y al mismo tiempo lector apasionado de los libros de la Revolución Francesa, nunca llega a pensar que su hija será escritora. El canónigo Peñuela inculca en su sobrina el acatamiento rígido de las costumbres imperantes, que él acaudilla como pastor de la Iglesia Católica y vocero de su partido, una ambigüedad propia de aquellos tiempos.
Ante los ojos de la niña se levanta un muro insuperable: de una parte está la autoridad eclesiástica de su tío, cuya voz y acción enérgica se hacen sentir en todo el departamento; y de la otra, la figura protectora de su padre, que comulga con las ideas liberales que le llegan de ultramar. Los libros que él lee están prohibidos por la Iglesia, y su hermano, el canónigo, los censura con furiosos anatemas.
A los cinco años de edad inicia el estudio de las primeras letras. Su madre desea que ingrese al liceo que una parienta dirige en el pueblo, pero el padre se opone. Hay discusión familiar, mas no es posible que él cambie de idea: la niña entra a la escuela pública. El abogado explica que su hija debe tratar a la gente sencilla para aprender reglas de convivencia social.
De diez años es internada en el colegio de hermanas terciarias de Boavita. Dos años después es matriculada en el Colegio de la Presentación de El Cocuy. Las nieves eternas penetran en su alma con ráfagas de soledad. Apenas es una niña. Su madre, que se había ido para Bogotá a hacerse practicar una operación quirúrgica, no ha regresado. El crecimiento de la niña, en este vagar de pueblo en pueblo y en este despertar traumático de las primeras emociones, pesará para siempre en el corazón adulto de la poetisa.
El ambiente del hogar y de la comarca trae confusión a la futura cantora del romanticismo. Cuando ella tiene capacidad de pensar, se rebela contra las convenciones y las falsedades sociales. Un día el canónigo pone el grito en el cielo cuando lee el primer verso erótico, y la llama “la loca de la familia”. Démosle la razón, ya que en aquella época la mujer era solo de la casa y le estaba prohibido expresar sus ideas.
En el pueblo se habla de la selecta biblioteca de Simón Peñuela. Es él hombre de leyes y de vasta cultura. E induce a su hija a leer los tesoros que guarda en su biblioteca. Así despierta la mente de la joven hacia el hallazgo de los grandes maestros de la literatura francesa.
Por último, pasa a estudiar al Colegio de la Presentación de Tunja. Allí queda bajo la protección del canónigo, que goza de prestigio como historiador y polemista, y que por sus dotes pedagógicas ha sido nombrado rector del Colegio de Boyacá. La familia Peñuela tiene señalada prestancia tanto en Boyacá como en el país. Otro hermano del religioso, el ingeniero Sotero Peñuela, ocupa el cargo de senador de la República y más tarde será ministro de Obras Públicas. Rómulo, graduado en la Sorbona de París, goza de prestigio como médico, y está casado con la marquesa Sara del Castillo.
Por el lado materno, uno de los antecesores de su madre es Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, que se hizo famoso por haber causado la derrota de los ingleses en el ataque a Cartagena en 1741. A esta rama pertenece también la familia Villarreal, que contará con figuras notables, como la de Camilo Villarreal, jefe político de Soatá, y la de José María Villarreal, gobernador del departamento, ministro y diplomático.
Laura Victoria nace a la vida del verso cuando las mujeres en Colombia no hacían versos. A los 14 años escribe en Tunja su primer poema amoroso en el colegio de monjas, y esto escandaliza a sus compañeras. El siguiente poema, para sacarlas de la duda, es un acróstico dedicado a la más escéptica. Desde entonces esta alondra de los vientos no ha dejado de volar por los cielos de la poesía.
Su vida se volverá una novela. Una novela apasionante, manejada por el triunfo y el fracaso, el aplauso y el olvido, la disipación y el recogimiento. Su figuración en la poesía y en la sociedad es sorprendente. Investigando estos entresijos, aparecieron para el biógrafo episodios ocultos de una fantástica leyenda de amor -que es la vida toda de la poetisa-, hitos que hay que saber buscar en su obra literaria.
Esta biografía es, además, un libro de reconocimientos. Un libro-testimonio. Escritores y personalidades que rozaron la vida de la poetisa contribuyen a marcar el perfil de los tiempos idos. Esas personas resurgen hoy para darle vivacidad a la historia. El personaje más importante es su hija Beatriz -la célebre Alicia Caro del cine mejicano, protagonista estelar de La vorágine-, su compañera y confidente de todas las horas.
Luego de varios romances, un día aparece en su vida el ingeniero Eduardo Segura Archila, integrante de una comisión que va a trazar la carretera entre Soatá y Boavita. Tras un año de idilio, se casan. Y comienzan a llegar los hijos. Su amor por ellos se vuelve la luz cenital de su existencia, y a través de tiernos poemas maternales expresa los más puros afectos de su corazón.
Establecida la familia en Bogotá, se inicia para ella una larga cadena de sucesos. Su vocación literaria, hasta entonces desconocida y titubeante, encuentra en la capital del país el escenario preciso para levantar vuelo por los aires de Colombia y América. En la casa silenciosa que ocupa en la carrera 13 con calle 62, comienza a relacionarse con destacadas figuras de la poesía. Sus primeros versos despiertan interés en los círculos literarios, donde se habla de una revelación.
El primer literato en llegar a la escritora es Nicolás Bayona Posada, que goza de amplio prestigio como poeta, ensayista y crítico, y que escribe un sugestivo artículo sobre esta poesía sorprendente. De inmediato el nombre de la autora salta al primer plano de la popularidad.
Se trata de una fina entonación lírica con acento sensual, que ennoblece el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer, y de paso provoca una revolución en la literatura colombiana. Se escuchan gritos de protesta salidos de los estamentos más ortodoxos de la sociedad, entre los cuales figuran algunos miembros de la Iglesia Católica, quienes no pueden aceptar que una dama proveniente de respetable familia, y por añadidura sobrina de prestigioso canónigo, induzca al pecado.
Ella ha descubierto el territorio libre de las emociones. Sabe que por encima de su ilustre apellido y de la censura social o eclesiástica está su derecho a ser escritora. Ese es su destino. Vino al mundo para pulsar en su lira la pasión amorosa, connatural al hombre como lo es el agua a la sed. Su corazón de fuego es receptivo a lo más sagrado que tiene el ser humano: el amor.
Despega en un escenario grande, pero debe luchar contra las críticas de la gente retrógrada, si bien son muchas las personas que aplauden su osadía y su fibra romántica. Esta mujer inesperada escandaliza con sus poemas a la pacata sociedad, por expresar el lenguaje ardiente del amor. Colombia no estaba preparada para esta revelación. A Laura Victoria hay que considerarla, sin duda alguna, como la abanderada de la emancipación femenina en Colombia.
La salida de su primer libro, Llamas azules, constituye en 1933 todo un suceso editorial. Libro que se agota en ocho días. Se reedita y vuelve a agotarse. El éxito es arrollador. El país se pone de pie para escuchar la palabra iluminada. Las correrías líricas se suceden unas tras otras en ciudades diversas, tanto de Colombia como del exterior. Juan Lozano y Lozano escribe en la revista Política: “A la poesía femenina de la América Latina ha aportado Laura Victoria muchas notas originales: un hondo acento de pasión, una versificación fluyente y cristalina, extraordinarios acentos de expresión y una delicadeza magistral de gran dama”.
La pasión que corre por sus poemas viene de ella misma. Emana de la mujer, porque Dios creó el género humano con alma y sentimientos. Algunos censores despistados confuden el “divino soplo de la sangre”, de que habla Rafael Ortiz González, con la acción pecaminosa. Vuelven obsceno lo que es diáfano. En la serena capital de trescientas mil almas que es Bogotá por los días en que Laura Victoria inicia su carrera literaria, el poema En secreto repercute como una explosión en el ambiente recoleto de la urbe.
A partir de 1933 su fama vuela por los aires de Colombia y América como un meteoro. Y recibe los aplausos más calurosos de su carrera. Es la mujer fulgurante que vive en los jardines del elogio y en los cielos de la fascinación. Eduardo Segura Archila, introvertido y suspicaz, termina hastiado de la vida huidiza de su consorte. Un día le dice que debe alejarse de los poetas y abandonar las tertulias y los recitales. Pero ella no puede renunciar a la poesía. Es su razón de ser. Las grietas del desamor comienzan a horadar la relación conyugal.
Es preciso hacer alguna reflexión sobre la gloria. La fama trae soledad, frío, obnubilación. No permite ver el mundo verdadero, sino el mundo vaporoso. Las alturas marean. Producen vértigo. Terrible realidad humana. Afirma Dante: “Vuestra fama es como la flor, que tan pronto como brota muere, y la marchita el mismo sol que la hizo nacer de la tierra ingrata”.
Numerosos amigos y simpatizantes surgen en sus días gloriosos. Todos quieren conocerla, tenerla cerca, obtener algún miramiento suyo. Grandes personajes de las letras, la sociedad y la política integran la nómina egregia. Se le denomina la “amada ideal” de la poesía colombiana. Guillermo Valencia declara: “En su manera de escribir no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni engañoso brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética”.
La cadena de triunfos termina en 1938. Este año le propina serios reveses. Representa el final de sus giras y le da un fuerte viraje a su existencia. Varios golpes la derrumban: la separación conyugal, la lucha por sus hijos, la muerte de su madre, la huida a Méjico. La vida ha destrozado su gloria. El recuerdo de su marido es glacial, estremecedor. Desde el barco contempla el mar rugiente, y a lo lejos una gaviota se pierde en la inmensidad. El mar y la gaviota: dos símbolos para el poema que no ha escrito. Más tarde ese poema dibujará el estado de su alma herida por la soledad y la ventisca.
El mes de febrero de 1939, cuando desembarca en Acapulco, significa para ella el comienzo de una nueva vida. Huyendo de su marido, llega a Méjico con un objetivo claro: proteger y educar a sus hijos. Ha logrado un puesto diplomático gracias al cual podrá subsistir. Luego se vincula al periodismo, labor a la que se dedica por más de veinte años. No corta con la poesía, sino que la dosifica.
Cuando desea regresar a Colombia, ya no es posible. Ha echado tan hondas raíces en el suelo azteca, que no le resulta fácil alzar el vuelo. Su arraigo allí es poderoso, pero su alma gira alrededor de su tierra colombiana.
La dama refulgente, que tanto ha amado con sus versos de fuego, un día se detiene cual otro Alberto Ángel Montoya y se encuentra con Cristo. Cual otra Teresa de Jesús, o Juana de la Cruz, o Francisca Josefa del Castillo, se va en busca de la vida contemplativa y se sumerge en los temas bíblicos. ¿Desde cuándo siente la vocación mística? Desde el momento en que se desencanta del mundo y sus vanidades. Esto ocurre a finales de la década del 30, cuando saborea las mieles más apetitosas del triunfo y al mismo tiempo sufre la acidez más amarga de la vida conyugal.
La “cortesana”, como ella misma se nombra en sus versos, se detiene y se va detrás del Salvador de almas. La pecadora queda embelesada cuando oye el toque de la oración, y se dice que sus caminos están desviados. Nunca conoce el amor ideal. Una vez un periodista le pregunta si ha hallado el amor verdadero, y ella responde: “Desgraciadamente no. Me consagré entonces al estudio bíblico para lograr el conocimiento de Dios. Y ese amor verdadero lo encontré al fin en Cristo”.
En 1963, el doctor Guillermo León Valencia, presidente de Colombia, la nombra agregada cultural en Italia, misión que se prolonga por tres años, hasta febrero de 1966, cuando regresa a Méjico. Valencia, captando la fibra mística de su amiga, sabe que llevarla a Roma es el galardón preciso que la hará sentir en el corazón de la cristiandad.
Su palabra febril recorre todos los senderos de la poesía, desde el soneto hasta el verso libre. Su obra está manejada por la armonía de la expresión y la fulguración de las metáforas, y sus cantos son aromas que excitan el deseo y fortalecen el alma. La biografía de Laura Victoria, que hoy tengo el honor de presentar en la Academia Colombiana de la Lengua, es un tratado de los sentimientos. Cuando me propuse escribirla, la primera idea que me brotó, fuera de rescatar del olvido a una mujer admirable, fue la de incursionar en las experiencias que ofrece su vida en el plano sentimental, para extraer temas de reflexión sobre el amor.
Es una vida tan rica en sucesos, que se vuelve inabarcable. Vida que posee ingredientes de aventura y suspenso, pasión y entrega, dolor y desengaño. El amor enriquece la existencia del personaje y vuelve fascinante su obra.
El amor es inevitable, porque el hombre nació para amar. Perder el amor, o degradarlo, o ajarlo, es lo mismo que envilecer la dignidad humana. “Ama y haz lo que quieras”, dijo San Agustín. Es decir, ama y engrandécete, ama y conquista el mundo, ama y encuéntrate con Dios. El amor une, el desamor destruye.
En España, Montaner y Simón le edita en 1960 el libro Cuando florece el llanto. Hermosa edición, tanto por la maestría editorial como por el contenido poético. Han pasado 22 años desde el último poemario. Ahora sus cantos son melancólicos y expresan acentos de soledad y olvido. Con Crepúsculo (1989) finaliza su obra poética. El título lo dice todo: crepúsculo es el tiempo en que el sol se oculta y comienzan a entrar las sombras de la noche.
Y es, en la vida de Laura Victoria, el período donde aumenta la tristeza con ráfagas de frío. Es posible que desde Méjico perciba la ingratitud de los nuevos tiempos hacia su obra. Ya su nombre no se menciona en Colombia, y a los pontífices de las letras no se les ocurre difundirlo. Admitamos esta cruel realidad: los 64 años de ausencia de la patria han borrado sus rastros. Los que ahora recuperamos al cumplirse este año el centenario de su nacimiento.
La Academia Colombiana de la Lengua la eligió académica correspondiente en la sesión del primero de junio de 1998, atendiendo la solicitud presentada por Dora Castellanos. Aprovechando un viaje de Maruja Vieira a Méjico, la entidad la comisionó para hacerle entrega del título académico, acto que se realizó el 17 de noviembre de 1999 en el apartamento de la poetisa, donde su familia le celebraba los 95 años de vida.
Beatriz presencia hoy, con angustia, el lento declinar de la alondra. “A veces -me dice en carta reciente- he pensado que mamá va resbalando hacia un abismo, y yo, en mi afán de detenerla, voy resbalando con ella”.
En un viaje que realicé a Méjico hace varios años, comenzó a perfilarse el libro que hoy ve la luz gracias al patrocinio de la Gobernación de Boyacá, dentro de la serie bibliográfica de la Academia Boyacense de Historia, y que lleva por título Laura Victoria, sensual y mística. Aquí está retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina, y que con sus poemas ardientes estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó el nombre de Colombia por los aires de América.
(Palabras en un acto cultural. Bogotá, 5 de abril de 2004).