Hombre de mar
Por: Gustavo Páez Escobar
Desde niño, y lejos del mar, Jorge Alberto comenzó a sentir el murmullo de las olas en los labios musicales del ángel tutelar que entonaba con ternura, como una canción de cuna, la hermosa melodía Torna a Sorrento. Años después, de esos mismos labios escucharía en repetidas ocasiones el himno marcial Soy pirata, que nuestra madre enseñaba siempre a sus alumnos como una materia fundamental. Por eso, diría el futuro marinero: “Es que mi madre tenía, sin saberlo, la estirpe de un vikingo”.
Yo nunca me había detenido a indagar los motivos por los que mi hermano, en plena juventud, alzó el vuelo para remontarse por los confines de Cartagena, y vine a saberlo por la página autobiográfica que incorpora en su libro de poemas. Jorge Alberto, por supuesto, llevaba en el alma la sangre de vikingo que le había sido transmitida en la cuna, ante la cual la madre soñadora rezaba en secreto la oración del mañana: Hazlo digno y altanero, / valeroso, noble, fino, / que represente a su raza, / en tierra como llanero / y en la mar como marino.
Nacido en los Llanos Orientales, cambió el verde infinito de las pampas por la inmensidad azul de los océanos. Ambos, el mar y la llanura, se hermanan por su magnitud y majestad, por su profundidad y misterio, por su belleza y fantasía. Erguidos los dos, infunden en el hombre la verticalidad del carácter. Ondulantes, pregonan la regla del criterio flexible y la visión amplia de la existencia, tan necesarias al marino como al habitante de la tierra.
Y se hizo hombre de mar. Hombre de mar y pecho que años después surcaba horizontes fantásticos con su cargamento de principios y ensueños. Conforme los mares se agrandaban en su continuo navegar por latitudes propias y ajenas, veía aumentar en su espíritu la fe en la vida y el amor por la madre ausente que un día le abrió los ojos ante las marejadas del mundo y le inculcó normas diáfanas de dignidad y decoro. Al contacto con las olas, nuestro vikingo colombiano, doblado de poeta, pulsaba en sus travesías la lira sentimental de su alma viajera: Deja, marino, deja en puerto tus pesares / y eleva en la cubierta los mágicos cantares / pues ya suena impasible la cítara del viento.
A bordo de balleneras, veleros, patrulleras, cañoneras, remolcadores, buques científicos, petroleros, destructores, submarinos y toda suerte de navíos, se sumergió en las profundidades de su sueño dorado. Y supo que allí todo es colosal, inalcanzable, inexplicable. La pequeñez no puede refugiarse en la vastedad de los océanos. Aprendió que la vida tiene la dimensión de las olas. Y se volvió soñador y poeta. Hizo de su destino marinero un canto a la vida. Una justificación del hombre-agua que convierte en ideales los embrujos de la mar.
¡La mar! Este vocablo de género ambiguo deja de ser masculino en el uso de la gente marinera, conocedora de que el océano, con su alma y encanto femeninos, no puede ser sino mujer. Por lo tanto, dirá siempre: alta mar, mar picada, mar rizada. El poeta tiene la misma certeza: una declaración de Rafael Alberti a su esposa, la también poetisa María Teresa León, contiene este símil afortunado: Allí surgió ante mí, rubia, hermosa, sólida y levantada, como la ola que una mar imprevista me arrojara de un golpe contra el pecho.
Jorge Alberto es, sin duda, sensible cantor de la mar. Poemas alejados del ambiente de su carrera exhalan también reminiscencias marinas. En sus versos abundan imágenes como las siguientes, que no son otra cosa que finas perlas -vueltas metáforas- pescadas en la mar: la blanca vela de tu encanto… la jarcia de tu pelo… la mar la llevo en las venas… podré entonces anclar en tu camino y arriar feliz mi vela errante en la suave bahía de tus brazos… que la brisa en altamar lleve en su seno mi pena… yo no olvido su penacho de espumas, sal e inclemencias…
El mismo título del libro señala la identidad de su alma romántica: Bitácora de ensueños. Con su retiro de la Armada Colombiana, luego de 38 años de navegar por las rutas seguras de sus convicciones íntimas, corona su carrera con esta cosecha de poemas. Y queda en paz con su alma marinera. Ya lo dijo Pablo Neruda: La poesía es siempre un acto de paz. El poeta nace de la paz como el pan nace de la harina.
(Palabras en la carátula del libro Bitácora de ensueños, Bogotá, julio de 2001).