Cartas de Gilberto Echeverri Mejía
Por: Gustavo Páez Escobar
Marta Inés tenía ocho años cuando conoció a Gilberto Echeverri Mejía, cuya familia, procedente de Rionegro, se había instalado en Medellín, donde él entró a estudiar en el Colegio San Ignacio y entabló estrecha amistad con un hermano de su futura esposa. Se casaron doce años después, en 1962. La feliz pareja cumplió la parábola del amor ideal, rodeados del cariño de sus hijos y nietos, hasta que el ex ministro y el gobernador de Antioquia cayeron en poder de la guerrilla y fueron acribillados en el monte, de la manera más vil y despiadada. ¿Por qué los mataron? Por ser pregoneros de la paz.
Echeverri Mejía le prestó brillantes servicios a la patria desde importantes posiciones, entre ellas, como ministro de Defensa. Allí se destacó por su ánimo franco y conciliador. Su natural campechanía, fruto del abierto espíritu paisa que se ha convertido en emblema de su tierra, le creaba un talante de llaneza y simpatía que le hacía ganar el aprecio de quienes lo rodeaban. El antioqueño, como hijo de la montaña, es desenvuelto y cordial. En esa misma montaña, y a manos de los insurgentes, fue asesinado con sevicia este hombre de paz.
Su cautiverio se prolongó por trece meses. Durante esos días infinitos, sujeto a toda clase de penalidades, pensaba a cada rato en su familia. El inmenso amor por su esposa y sus hijos le permitía soportar la adversidad con estoicismo. Sacaba fuerzas de donde no las tenía, y con su ejemplo daba valor a sus compañeros en desgracia, víctimas, como él, de esta guerra demencial que se ensaña en las personas de bien y no respeta edades ni clases sociales. Para mitigar la pena y alimentar la ilusión, se dedicó a enviar cartas frecuentes a su esposa. Cartas que al paso de los días brotaban con la llama del amor que no había conocido eclipses en cuarenta años de matrimonio.
Perdido en la montaña, el correo era el único medio que le quedaba para hablar con Marta Inés, bajo el sofoco de las horas cruciales y el acecho de las armas que vigilaban su encierro. Enviaba las cartas por intermedio de sus guardias, las que se convertirían en pruebas de supervivencia que interesaban a sus captores. Marta Inés le confesaba hace poco a Carolina Abad, editora de El Espectador: “Fue un matrimonio feliz, porque era un buen hombre, amoroso, el más querido del mundo entero, muy familiar, una persona brillante que admiré siempre”.
La primera misiva revelaba el cariño profundo hacia su esposa: “Inicio esta carta después de algunos comentarios para decirte una y mil veces que te quiero como a nadie he querido. Me paso todo el tiempo pensando en ti, en la historia de nuestras vidas y en cómo será cuando se produzca nuestro regreso. También sufro mucho al pensar en tu angustia y sufrimiento causados por mi culpa, pero yo conozco tu corazón y tu pensamiento, y sé que en el fondo de tu alma triste me entiendes y perdonas”.
Perdonarlo… ¿por qué? ¿Por ser solidario con el país? ¿Por haberse comprometido en la causa de la paz? Así era él: hombre bueno, de conciencia recta y alma patriótica. Ser romántico que expresaba, como en los mejores días del noviazgo, el amor perenne que ahora truncaba el hado siniestro.
Otra vez le decía: “El vacío que siento al no poder charlar, discutir, mirar, reír con ustedes, es un hueco muy grande, pero tengo que aceptarlo porque tomé un riesgo y perdí. Lo tomé porque tenemos que dar los pasos que sean necesarios para cambiar las cosas de nuestro país por medios no violentos”. Decenas de cartas llenas de ternura y de palabras de consuelo para la amada afligida (la “amada inmóvil” de Amado Nervo), que quizá no volvería a ver nunca más, fueron llenando este fantástico epistolario amoroso, digno de edición.
Ocultaba su amargura interior. La queja estuvo siempre ausente de su vocabulario. En otra misiva le decía: “El sacrificio que yo hago es mínimo al lado del tuyo”. A sus nietos les recomendaba que quisieran a Colombia y nunca se dejaran dominar por el desaliento hacia la patria. Incluso tuvo tiempo de escribir un libro de educación. ¿Cómo lograba serenar la mente en medio del horror? A sus guardias les daba lecciones de coraje, de civismo y amor por la patria, tanto con el ejemplo como con la palabra.
En su última carta, días antes de su muerte, manifestaba: “Si en vez de retención hubiese sido mi muerte lo que hubiera sucedido aquel 21 de abril, mi tema sería asunto del pasado, y ustedes estarían dando a sus vidas otro manejo. Si el llamado acuerdo humanitario requiere unos meses para ser terminado positivamente, se justifica continuar en este estado, pero si el horizonte es de años y de dudas, prefiero pedirle a Dios que me lleve lo más pronto posible (…) Soy católico y dentro de lo que me enseña mi religión, no haré nada contra mi vida y salud, pero sí le ruego a Dios que me permita partir para que mi gente pueda volver a la normalidad (…)”
Marta Inés no recibió ninguna de estas cartas. El Ejército las halló arrumadas en el cambuche donde quedó el cuerpo de Gilberto Echeverri Mejía, perforado por muchas balas y con el fatídico tiro de gracia con que los monstruos rematan a sus víctimas para cerciorarse de que no les queda ningún aliento de vida. Estas cartas son el testamento inmensurable de un hombre valiente, patriota a carta cabal, que hizo del amor la mejor defensa contra el infortunio y la desesperanza. Cartas que se suman a muchas más que acrecientan el monumento de la infamia.
El Espectador, Bogotá, 14 de octubre de 2004.