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Archivo para octubre, 2009

Lírica y humor boyacenses

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No es frecuente que por su propia cuenta un escritor publique dos libros a la vez. Esto es lo que hace el abogado y poeta Homero Villamil Peralta al poner en circulación los  títulos Mi Boyacá lírico y Pa’totiarnos de la risa. El autor sabe muy bien que aspirar al patrocinio de las editoriales es una utopía, ya que ellas sólo funcionan para unos pocos nombres que garanticen rentabilidad, más que buena literatura. En su programa radial, Jorge Consuegra citaba en estos días el texto rutinario que recibe el escritor cuando no cuenta con la voluntad editorial: “Leímos con interés su obra y no dudamos de su calidad, pero lamentamos devolvérsela debido a que nuestro presupuesto se encuentra agotado”.

El escritor chiquinquireño, autor de ocho libros más, ha querido rendirle a Boyacá sentido homenaje por medio de sus nuevas creaciones. Trabajadas con sentimiento y espíritu boyacense, estas obras exaltan los paisajes y los valores terrígenos, y al mismo tiempo ponen una nota de humor e ironía, de que es tan rica la comarca. Armando Solano analiza en páginas memorables la malicia indígena de sus paisanos, y otros distinguidos escritores del pasado, como Juan C. Hernández y Eduardo Torres Quintero, enaltecen de igual modo las virtudes de la raza boyacense.

La mayoría de los libros de Villamil Peralta son de tono romántico, como Mientras crecen los árboles, Espacios del amor y Al paso de los días. En Hoy es el día de cantarle a todo aflora la crítica social, zurcida con ingenio y dedo acusador. En Mi canta por Boyacá surge el humorista del folclor, que exhibe la vena del coplero y el florete del espadachín, para quitarle seriedad al acaecer cotidiano y dulcificar la existencia.

En el terreno del calambur y el repentismo, el escritor le sigue los pasos a su paisano chiquinquireño Antonio Ferro, que hubiera deseado tenerlo como contertulio de La Gruta Simbólica, que tanta falta hace hoy para limpiar las asperezas del ambiente. De Chiquinquirá son también los poetas Julio Flórez, José Joaquín Casas y Gloria Dall, y allí se realizan, desde hace 24 años, encuentros de escritores alrededor de la figura del célebre ‘Jetón Ferro’.

En Mi Boyacá lírico aparece el alma sensible del poeta frente a los prodigios de la naturaleza, el tesoro de los templos parroquiales, el encanto de la aldea y la riqueza cultural que aflora por doquier. Los pueblos resplandecen con sus joyas coloniales, sus rasgos distintivos, sus hechos notables y su gente famosa. Es un libro para conservar como fuente de belleza y de consulta. Este recorrido al vuelo, que no pretende ser un texto de geografía ni un tratado de historia, refresca el alma boyacense y hace fulgurar la belleza ambiental. Boyacá, que es paisaje y oración, es también magia y asombro.

Este itinerario poético refleja la idiosincrasia regional y rescata el pasado. Las nieblas del tiempo pasan con alas de eternidad. Nada ha desaparecido y todo permanece. La historia está viva, crepita en todas partes. Los pueblos cuidan sus recuerdos. Las entidades preservan la memoria histórica. La heroicidad y la epopeya, que liberaron la esclavitud e iluminan el futuro, se conservan en los archivos locales y en el alma de la gente como faros perennes para sobrevivir y andar. Cuando la leyenda perdura, el alma se vigoriza.

Con estas páginas de evocación y poesía, algunas matizadas de delicioso humor, Villamil Peralta incrementa el cariño por la tierra. Boyacá, tan postrada en los últimos tiempos y tan olvidada por los gobiernos nacionales, necesita esta declaración de afecto y solidaridad, que nos hace sentir más boyacenses.

El Espectador, Bogotá, 31 de julio de 2003.

Periodismo

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

 

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Ciencia y humor de un penalista

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El penalista quindiano Horacio Gómez Aristizábal, hoy en la cumbre dorada de sus 73 años de vida, ha coronado otra cumbre admirable: la de sus bodas de oro profesionales. Desde muy joven comenzó a ejercer el Derecho. Y lo hizo con el mérito de haber sido el primer estudiante graduado en clases nocturnas de la Universidad La Gran Colombia. Él mismo se aplica uno de sus propios axiomas: “Si uno no se mete con los abogados, los abogados se meten con uno”. El principal laurel con que celebra esta efemérides son las 500 defensas que ha adelantado, la mayoría de ellas exitosas. También está su desempeño en el campo de las letras, con numerosos libros, ensayos y artículos elaborados a lo largo del tiempo. Y su actuación en diversas academias, tanto de Colombia como del exterior.

Desde muy joven, Gómez Aristizábal sintió fuerte atracción por la figura de Gaitán. Cuando escuchó su primer discurso y lo vio de cerca en la plaza de Armenia, quedó deslumbrado. Desde entonces, su máxima aspiración fue seguirlo en el campo de la ciencia penal y practicar sus disciplinas. Con el tiempo escribiría el libro Jorge Eliécer Gaitán y las conquistas sociales en Colombia, obra reeditada en 1998 con prólogo de Agustín Rodríguez Garavito.

El apellido Gómez tiene procedencia vasca y significa “tesón”. Esa ha sido la virtud más acentuada de Gómez Aristizábal como  luchador de la vida y de la causa penal. Su inclinación por el Derecho se revela desde los ocho años, cuando su padre lo envió a Santuario (Antioquia), donde residía su abuelo, de profesión abogado, y donde cursó parte de los estudios primarios. Allí se le despertó la fiebre por la abogacía. A los 14 años se escapó de su casa en Armenia y fue a dar a Bogotá pegado de un camión. Era la oveja descarriada de la familia. En la capital del país se empleó durante el día como artesano en una fábrica de billeteras, y por la noche estudiaba en La Gran Colombia, hasta validar su bachillerato. Bien sabía que para seguir los pasos de Gaitán tenía que estudiar.

No era fácil, por supuesto, que un provinciano triunfara en la capital, pero su porfía, dedicación a los textos y espíritu de superación le abrieron las puertas del éxito. Pasados los años, se destacaría como brillante penalista. Y se convertiría en filósofo del Derecho, con sus aforismos magistrales, su vocación de humanista y sus enfoques críticos sobre los problemas nacionales y la conducta ética de los abogados.

Es proverbial su fina y desbordante vena humorística. Sobre esta materia ha escrito varios libros llenos de gracia y talento, donde campean la sutil ironía y el chispazo genial. Goza recordando algunos episodios pintorescos e incisivos, salidos de sus actuaciones profesionales, como el que se refiere al colega que afirmaba que “mientras Horacio Gómez defendía por dinero, él defendía por honor”, ante lo cual Horacio respondió: “cada cual defiende por lo que le hace falta”. En una de sus defensas manifestó: “Usted, señor acusador, es más lo que tiene que exponer que lo que tiene que mostrar”, ante lo cual el interlocutor le exigió respeto y le pidió que retirara sus palabras. Y Horacio replicó: “El respeto no se exige, se inspira, y en cuanto a que retire las palabras, con mucho gusto las retiro, pero mantengo el concepto”.

Su rasgo más sobresaliente es el de la autenticidad y la sencillez. Posee el don de la comunicación y se dispensa a todos con simpatía y deseo de servir. Su mayor santuario es el hogar. De su vida está desterrada la pereza, y arremete contra toda clase de vicios. Se levanta muy temprano y hace ejercicio diario. En las audiencias públicas se transforma: pasa del tono coloquial que todos le conocemos, al ademán del tribuno. Bromista y efusivo en los salones sociales, recorre los grupos de amigos con un vaso de whisky en la mano, que nunca consume, porque le basta aspirar el buqué para seguir conversando. Luego se pierde de la reunión, para preparar la defensa del día siguiente.

El Espectador, Bogotá, 1 de julio de 2004.

Evocación de don Guillermo Cano

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando conocí personalmente a don Guillermo Cano, el renombrado Director de El Espectador a quien leía con interés en sus editoriales formidables, ya llevaba varios años escribiendo en su periódico. Por aquellos días desempeñaba yo el oficio de gerente de un banco en la ciudad de Armenia, y en una venida a Bogotá le pedí a Otto Morales Benítez que me consiguiera una entrevista con el periodista estrella del país, diligencia de primer orden que no podía aplazar por más tiempo, si don Guillermo, con su proverbial generosidad hacia los escritores anónimos, había acogido mis colaboraciones con la sola credencial de cuartillas bien elaboradas, sin importarle que su autor fuera un solemne desconocido en el mundo del periodismo.

Cuando llegó al diario aquel sábado, hacía media hora que yo lo esperaba en la sala de recepción. A simple vista, el personaje me pareció frío y distante, y yo me preguntaba si aquella figura breve podía corresponder a la del temible catón de la vida colombiana. Esa silueta veloz, que pronto desapareció de mi vista mientras saboreaba el último sorbo de café ofrecido por su secretaria, no identificaba, por cierto, al coloso del periodismo nacional. En su despacho, el encuentro fue caluroso y espontáneo, y al instante descubrí un ser de extraordinaria simpatía y encantadora sencillez, que contrastaba con la primera apariencia surgida en la sala de espera.

Le agradecí, claro está, su benevolencia hacia mis artículos, y él me contestó que era el propio escritor el que se abría las puertas del periódico. Y me invitó a que conociera la poderosa rotativa que acababa de ser instalada como una respuesta al desafío de la tecnología. En el recorrido me preguntó por la vida del Quindío, por la suerte del café, por los políticos y los escritores de la región. De todo quería estar enterado como observador atento del acontecer cotidiano.

-¿Cómo hace usted para manejar al mismo tiempo la actividad de  gerente de banco y la de escritor, si son dos campos antagónicos? -me preguntó con curiosidad.
-¡Con disciplina, don Guillermo! -le repuse con la misma seguridad con que él manejaba las riendas de su periódico.
-No olvide que esta es su casa -me dijo con efusión en la despedida.

Mi primera vinculación con El Espectador ocurrió en mayo de 1971, cuando un cuento mío remitido al Magazín Dominical, y que años después le daría título a uno de mis libros, apareció galardonado en sus páginas. Vinieron luego otros trabajos literarios, y todos corrieron con buena suerte. Tiempo después me encontré con la grata sorpresa de que otro de mis escritos salía publicado en la página editorial. Don José Salgar, subdirector del diario y maestro de periodistas, me manifestaba lo siguiente en aquellos días de ascenso: “Ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras páginas y en adelante estaremos atentos a prestar la mayor acogida a las colaboraciones que usted nos envíe”.

Era inmenso el reto que imponía este estímulo, pero la oportunidad no podía desaprovecharse. Pasaron los días, y casi no advertí el momento en que pasé de colaborador eventual a columnista permanente. Hoy, treinta años después, en esta mirada retrospectiva al nacimiento y avance de mi carrera periodística, aparece diáfana e imprescindible la imagen de don Guillermo Cano como motivador y guía de dicho destino. Pienso que los 1.500 artículos de prensa sembrados en ese itinerario no habrían sido posibles sin aquel impulso inicial.

Este recuento, que alguien podría tildar de presuntuoso, es en realidad la manera apropiada de contar cómo nace y se forma un periodista. Lejos yo de vanidades malsanas, creo que a los nuevos periodistas y escritores hay que enseñarles los caminos de la lucha, de la superación y el triunfo de este oficio exigente. La universidad de esta profesión, como bien se sabe, se cumple al pie del cañón.

Hay que recordar que la mejor escuela de periodistas del país ha sido siempre la de El Espectador. Esta tradición, fomentada por el fundador, don Fidel Cano, y seguida por sus descendientes batalladores, ha llegado hasta los tiempos actuales, con el doctor Carlos Lleras de la Fuente como el valiente capitán de la nave en esta nueva tempestad que embiste al periódico.

El 12 de diciembre de 1986 fue la última vez en que me vi con don Guillermo Cano. Y le expresé mis mejores deseos para el nuevo año, cuando El Espectador cumpliría, en marzo siguiente, el primer centenario de su fundación. Cinco días después de aquella entrevista, que se convertiría en la despedida final de mi personaje inolvidable, el narcotráfico lo asesinaba a la salida del diario.

La sangre del periodista caía como mancha horrenda sobre la libertad de expresión y estremecía con furor la conciencia nacional, a veces amodorrada y a veces apática cuando se trata de arremeter, como con tanta vehemencia, coraje y lucidez lo hacía don Guillermo, contra la corrupción pública y los abusos de gobernantes y poderosos.

Aquel 17 de diciembre de 1986, de paso por la ciudad de Cúcuta antes de proseguir la marcha de vacaciones hasta la Isla de Margarita, la noticia fatal me heló la sangre y me enturbió el espíritu. El país entero se paralizó de desconcierto e indignación, mientras crecían las sombras de la insensatez y la demencia y nacía el mayor mártir del periodismo colombiano. Toda una epopeya en la democracia universal de las ideas.

El Espectador, Bogotá, 20 de septiembre de 2001.

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Cadena de errores y de dolores

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Categórico el análisis que hace Cecilia Orozco, defensora del lector de El Tiempo, sobre los errores cometidos por el diario al difundir la noticia infundada sobre la muerte del general Gabriel París Gordillo, presidente de la Junta Militar que en 1957 reemplazó al general Gustavo Rojas Pinilla. A raíz de esa serie de equivocaciones, esta columna se pronunció con el artículo La muerte del general París (edición virtual de El Espectador, 30-VI-2005).

A la crítica que formulé en torno al delicado asunto, se sumaron diferentes mensajes recibidos por la periodista Orozco, según lo manifiesta en su columna, lo mismo que varios mensajes que lectores de mi artículo me hicieron llegar. No era para menos, tratándose de un error garrafal que se deslizó sin ningún obstáculo, por falta de control del periódico, y, que fuera del impacto social que produjo en el país, causó malestar y dolor en la familia del general.

Dice la defensora del lector que, al averiguar qué había ocurrido, se encontró con que la autora era “una reportera experta en trabajos espinosos”, que en otras ocasiones había presentado sus trabajos sin la menor objeción. Pero esta vez falló, y de manera grave. Manifiesta la reportera que por aquellos días pensaba tener una entrevista con el general París, y que una fuente la llamó a informarle que el general había fallecido. Así soltó la información, dando cuenta de la fecha y el lugar de las exequias, e incluso de la presencia del presidente Uribe.

Sin embargo, el muerto era el general Abraham Varón Valencia, ministro de Defensa en el gobierno de López Michelsen. La falla de la reportera consistió en no verificar la información. “Los rumores no son noticia”, dice el Manual de Redacción de El El Tiempo, regla de oro que debe cumplirse en el periodismo. Además, la reportera de marras cometió otro error, al manifestar que no quedaba ningún sobreviviente de la Junta Militar, cuando en Cali reside el general Deogracias Fonseca Espinosa, con 97 años de edad.

Nadie está exento de cometer errores, pero en caso tan destacado y de fácil comprobación como el que se comenta, a la periodista se le fueron las luces y dejó de ser la hábil reportera para “trabajos espinosos”, como la califica la defensora de los lectores. La noticia ocasionó fuerte malestar en la familia del general París, y rajo confusión y pena a una hija y a una hermana suyas. Aunque al día siguiente El Tiempo hizo la rectificación, ésta no tuvo el despliegue que merecía, ni a la familia se ofrecieron palabras de reparación por el daño ocasionado.

De este episodio debe quedar una clara lección sobre el rigor con que debe manejarse el oficio periodístico. La columna de Cecilia Orozco marca en este sentido tres pasos fundamentales (que ojalá siguieran todos los periodistas), y concluye con esta valiosa recomendación: “Si uno se equivoca, lo peor es evitar el tema. La mejor forma de salir airosos del apuro es reconocer con grandeza el error y guardar en la memoria –para no fallar de nuevo– el descuido que nos hizo caer en la trampa”.

* * *

Como corolario de este “espinoso” y amargo tema, publico el mensaje que me llegó de Bucaramanga, de un sobrino del general París:

“Lo que usted dice es cierto: ni le dieron a la noticia la dimensión que merecía, ni la corrigieron con la misma fuerza. Tan cierto es esto, que cuando me comuniqué telefónicamente con él (el general París), me dijo que lo grave de este asunto no era que lo hubieran matado, sino que no lo habían revivido. Ni siquiera se enteró del reportaje del lunes siguiente en el que notificaban su supervivencia. Ni una nota de excusa… nada.

“A mí, además de haberme dañado el sueño –pues mi mamá me llamó muy a las cinco a.m. a darme la terrible noticia–, por poco me hacen abordar un avión hasta Bogotá. A Dios gracias la roña me ganó y en mi casa alcanzaron a comunicarse con Flandes para corroborar la situación. ¿Puede creer que hasta de la Oficina de Protocolo de la Presidencia llamaron a mamá para preguntar si la noticia era cierta, pues el presidente Uribe estaba preocupadísimo y necesitaba saber los detalles de la situación?

“… y no me voy sin rectificarle otro error que apareció en El Tiempo y usted lo recogió: mi tío Gabriel no es el único superviviente de la Junta Militar. Reside en Cali el general Deogracias Fonseca Espinosa, con 97 años cumplidos (es el expresidente más longevo de la Historia de Colombia). Henrique Gómez París, director de Desarrollo Económico, Gobernación de Santander”.

El Espectador, Bogotá, 14 de julio de 2005.