Ciencia y humor de un penalista
Por: Gustavo Páez Escobar
El penalista quindiano Horacio Gómez Aristizábal, hoy en la cumbre dorada de sus 73 años de vida, ha coronado otra cumbre admirable: la de sus bodas de oro profesionales. Desde muy joven comenzó a ejercer el Derecho. Y lo hizo con el mérito de haber sido el primer estudiante graduado en clases nocturnas de la Universidad La Gran Colombia. Él mismo se aplica uno de sus propios axiomas: “Si uno no se mete con los abogados, los abogados se meten con uno”. El principal laurel con que celebra esta efemérides son las 500 defensas que ha adelantado, la mayoría de ellas exitosas. También está su desempeño en el campo de las letras, con numerosos libros, ensayos y artículos elaborados a lo largo del tiempo. Y su actuación en diversas academias, tanto de Colombia como del exterior.
Desde muy joven, Gómez Aristizábal sintió fuerte atracción por la figura de Gaitán. Cuando escuchó su primer discurso y lo vio de cerca en la plaza de Armenia, quedó deslumbrado. Desde entonces, su máxima aspiración fue seguirlo en el campo de la ciencia penal y practicar sus disciplinas. Con el tiempo escribiría el libro Jorge Eliécer Gaitán y las conquistas sociales en Colombia, obra reeditada en 1998 con prólogo de Agustín Rodríguez Garavito.
El apellido Gómez tiene procedencia vasca y significa “tesón”. Esa ha sido la virtud más acentuada de Gómez Aristizábal como luchador de la vida y de la causa penal. Su inclinación por el Derecho se revela desde los ocho años, cuando su padre lo envió a Santuario (Antioquia), donde residía su abuelo, de profesión abogado, y donde cursó parte de los estudios primarios. Allí se le despertó la fiebre por la abogacía. A los 14 años se escapó de su casa en Armenia y fue a dar a Bogotá pegado de un camión. Era la oveja descarriada de la familia. En la capital del país se empleó durante el día como artesano en una fábrica de billeteras, y por la noche estudiaba en La Gran Colombia, hasta validar su bachillerato. Bien sabía que para seguir los pasos de Gaitán tenía que estudiar.
No era fácil, por supuesto, que un provinciano triunfara en la capital, pero su porfía, dedicación a los textos y espíritu de superación le abrieron las puertas del éxito. Pasados los años, se destacaría como brillante penalista. Y se convertiría en filósofo del Derecho, con sus aforismos magistrales, su vocación de humanista y sus enfoques críticos sobre los problemas nacionales y la conducta ética de los abogados.
Es proverbial su fina y desbordante vena humorística. Sobre esta materia ha escrito varios libros llenos de gracia y talento, donde campean la sutil ironía y el chispazo genial. Goza recordando algunos episodios pintorescos e incisivos, salidos de sus actuaciones profesionales, como el que se refiere al colega que afirmaba que “mientras Horacio Gómez defendía por dinero, él defendía por honor”, ante lo cual Horacio respondió: “cada cual defiende por lo que le hace falta”. En una de sus defensas manifestó: “Usted, señor acusador, es más lo que tiene que exponer que lo que tiene que mostrar”, ante lo cual el interlocutor le exigió respeto y le pidió que retirara sus palabras. Y Horacio replicó: “El respeto no se exige, se inspira, y en cuanto a que retire las palabras, con mucho gusto las retiro, pero mantengo el concepto”.
Su rasgo más sobresaliente es el de la autenticidad y la sencillez. Posee el don de la comunicación y se dispensa a todos con simpatía y deseo de servir. Su mayor santuario es el hogar. De su vida está desterrada la pereza, y arremete contra toda clase de vicios. Se levanta muy temprano y hace ejercicio diario. En las audiencias públicas se transforma: pasa del tono coloquial que todos le conocemos, al ademán del tribuno. Bromista y efusivo en los salones sociales, recorre los grupos de amigos con un vaso de whisky en la mano, que nunca consume, porque le basta aspirar el buqué para seguir conversando. Luego se pierde de la reunión, para preparar la defensa del día siguiente.