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Archivo para martes, 27 de octubre de 2009

Baudilio y “La Bella”

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace cien años, el 26 de mayo de 1903, nacía en Rionegro (Antioquia) el poeta Baudilio Montoya. En Calarcá vivió a partir de 1906, y allí murió el 27 de septiembre de 1965, después de cumplir brillante itinerario poético -con seis libros publicados, cuatro inéditos y numerosos poemas sueltos que al calor de generosas copas solía elaborar en las fondas camineras o en acontecimientos diversos-, vocación que le hizo ganar la distinción de “Rapsoda del Quindío”. Con este título el Comité de Cafeteros publicó una antología suya en 1973.

La poesía de Baudilio Montoya, de inspiración romántica, estimulada  por las bellas mujeres de la comarca y el esplendor de los paisajes, capta en versos rebosantes de calor humano la esperanza, la angustia y las querencias del pueblo. Otras páginas poseen acentuado carácter social, como Poema negro y Querella de Navidad, traducidas al ruso. Vate popular en el más amplio sentido de la palabra, nadie como él ha sabido interpretar en el Quindío, con tanta sencillez, donaire y autenticidad, las querellas de los enamorados y las emociones del corazón.

Su facilidad versificadora se refleja en la constante producción con que pintaba, con lírico estremecimiento, cuanto acontecía a su alrededor, bien fuera la congoja del amor frustrado, el idilio candoroso de la campesina, el espectáculo cautivante de la naturaleza o los perdigones que dejaban muerte y desolación en los campos (con un romance excelente, a la altura de García Lorca: José Dolores Naranjo). Su obra está constituida -aparte del material inédito- por los libros Lotos, Canciones al viento, Cenizas, Niebla, Antes de la noche y Murales del recuerdo. Cantor de la melancolía, la soledad, la tristeza, el tedio, la angustia y la muerte, esas expresiones son el eco de su alma bohemia y dolorida.

Baudilio Montoya fue bohemio pleno, como lo fueron Gabriel D’Annunzio, Gómez Carrillo, Rubén Darío, Barba Jacob o Julio Flórez. Pasaba por las aldeas y las campiñas quindianas como uno de esos trovadores de la antigüedad, libando licores y recitando poemas. Se fue por todos los caminos y todos los horizontes como un encantador de la vida, que lo mismo arrancaba un suspiro de ilusión que una lágrima de despecho.

Vivió la comarca con intensidad, deleite y amor -y pudiera decirse que se la bebió en versos-, no sólo como el rapsoda auténtico, sino como el sembrador que entregaba la mies entre iluminadas embriagueces, a la sombra de los cafetales y bajo el cobijo de la tierra pródiga. Por allí esparció, como semilla al viento, infinidad de poemas repentistas, que manos enamoradas se encargaron de guardar y que quizá nunca logren rescatarse.

Fue el poeta del dolor y el silencio, pero también de la esperanza y el regocijo. Cantor de la aldea y cuanto cabe en ella, tiene derecho al sitio de recordación que para siempre tiene asignado en “La Bella”, vereda calarqueña donde ofició de maestro de escuela y donde residió por largos años, protegido contra las asperezas del mundo como en inexpugnable refugio sentimental. Saliendo de Calarcá, por la carretera que lleva al Valle, está “La Bella”, un bello paraje cubierto de vegetación tropical, en el que resplandece, frente a la cordillera, el parque-monumento que guarda su tumba.

Mi dilecto amigo Fidel Botero Vallejo, que junto con Constantino Botero, su padre, compartió con Baudilio muchos episodios memorables, me contaba hace poco los últimos días del personaje calarqueño. En esa conversación supe que cuando la cirrosis redujo al poeta a la última expresión, manifestó el deseo de ser enterrado en el mismo lugar donde había residido y escrito su obra, como la manera de permanecer para siempre en la comarca amada. Nada tan justo y tan poético.

Ese deseo pudo cumplirse a pesar de la negativa del sacerdote para  bendecir la tumba, por no encontrarse en campo santo. En esa forma, Baudilio dejó su alma, más que su propio cuerpo que desintegró la cirrosis, en el edén quindiano que tanto quiso, y que sus palabras siguen evocando desde más allá de la vida: “Cuando paso por ‘La Bella’, la vereda abandonada que fue fiesta en otro tiempo, abundosa de confianza, las pupilas se me llenan de congojas y de lágrimas”.

El Espectador, Bogotá, 29 de mayo de 2003.
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Francisca Josefa del Castillo

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Le corresponde a la ciudad de Tunja el privilegio de ver nacer en sus lares, hace más de tres siglos, a Francisca Josefa del Castillo y Guevara, de noble alcurnia, que estaba predestinada para nobles destinos. La primera inclinación que ella muestra desde tierna edad es su amor por las letras. A los 18 años -en 1689- ingresa al convento de las clarisas, llamada por otra vocación que le viene por tradición familiar: la vida religiosa. Estas facetas entrelazadas, la literatura y el ascetismo, serán el bálsamo de su alma y la motivación de su existencia.

Corriendo el tiempo, dirige el convento de Santa Clara la Real, dignidad que desempeña en tres ocasiones, luego de ejercer diversos oficios del claustro, desde portera hasta madre abadesa. En el camino de las letras transita por diferentes disciplinas, y conforme aumenta su fervor cristiano, se robustece y espiritualiza su obra literaria, hasta coronar la cumbre de sus convicciones místicas. Entre sus escritos sobresalen su autobiografía y la obra Afectos espirituales.

Con la madre Castillo se inicia el misticismo escrito en Colombia, y es la autora neogranadina más destacada en este género. Su fama trasciende las fronteras patrias, con ribetes cada vez más realzados. Es la Santa Teresa de Jesús de nuestras letras, y sus escritos guardan paralelos con los de Sor Juana de la Cruz, Santa Rosa de Lima y San Juan de la Cruz. Tunja, la ínclita ciudad de los blasones y las leyendas, es la cuna privilegiada de esta monja inquieta y espiritual que produce un estremecimiento literario en los demás países latinoamericanos y en España.

La Contraloría General de Boyacá, que acaba de cumplir 77 años de existencia, al frente de la cual se encuentra el doctor Aurelio Villate Rodríguez, ha tenido el acierto de perpetuar la memoria de la madre Castillo mediante el otorgamiento de la medalla que lleva su nombre, la que desde 1983 se confiere a personas que se distinguen por su aporte a las causas boyacenses. Honda emoción experimenté en días pasados al verme favorecido con esta presea, en asocio de los escritores Enrique Medina Flórez, Mario H. Perico Ramírez y Julio Barón Ortega.

Sea oportuno el momento para mencionar, en el campo de las letras regionales, otro nombre ilustre, digno de exaltación. Se trata de Laura Victoria, la poetisa más famosa del país en los años 30 del siglo XX, quien con su obra erótica revolucionó la literatura nacional y alcanzó alto renombre en los países latinoamericanos, al lado de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores. Luego se radicó en Méjico, hace más de sesenta años, y allí tuvo un sorpresivo viraje hacia la poesía mística y los temas bíblicos.

Colombia y Boyacá se han olvidado de Laura Victoria. Con motivo del centenario de vida que cumplirá el año entrante, resulta propicia la ocasión para que su tierra boyacense le tribute el homenaje que merece por su valiosa carrera literaria. Hace poco terminé, como resultado de varios años de investigación, una biografía sobre mi ilustre paisana soatense, la que ojalá pudiera ver la luz en el ámbito regional.

Francisca Josefa del Castillo y Laura Victoria se unen, en la distancia del tiempo, como dos glorias de Boyacá. Sus almas románticas y místicas brotaron como insignias de la raza boyacense, y aquí continúa y continuará su recuerdo para ennoblecer el sentido de la vida y dignificar el oficio de escribir.

El Espectador, Bogotá, 17 de julio de 2003.
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Gabriela Mistral en Colombia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Gabriela Mistral nunca estuvo en Colombia. Sin embargo, fue una enamorada de nuestra tierra y mantuvo cercanía espiritual o epistolar con notables figuras nacionales, como el presidente Eduardo Santos y los escritores Germán Arciniegas, Agustín Nieto Caballero, Germán Pardo García, Amira de la Rosa, León de Greiff, Rafael Vásquez, Luis Enrique Osorio, Baldomero Sanín Cano. Sin conocer la geografía colombiana -pues su salud, siempre que intentó viajar a Bogotá, se veía amenazada por los riesgos de la altura-, era como si aquí hubiera residido toda la vida. Su visión del país, sobre la cultura, la gente y los paisajes nacionales, era increíble.

Otto Morales Benítez la define como la hermana mayor de la cultura colombiana. En un escrito de 1934, así se expresó la poetisa: “Decir Colombia es un modo hasta más exacto de decir América”. Ese afecto consentido la llevó en repetidas ocasiones a hablar de “nuestra Colombia”, con énfasis y orgullo, como si se tratara de su propia patria. Eduardo Santos, inmejorable cultor de su amistad y ferviente admirador de su valía literaria, le mantuvo abiertas las páginas de El Tiempo y en él escribió Gabriela magistrales ensayos (iniciados hacia 1923 y que llegan hasta el 45, cuando obtuvo el Premio Nóbel), los que habían quedado sepultados en el olvido.

Con la publicación que acaba de hacer el Convenio Andrés Bello, dirigido en Colombia por Ana Milena Escobar Araújo, con la asesoría de Otto Morales Benítez -quien desde hace varios años trabajaba en este proyecto gigante-, viene a rescatarse no ya la figura poética de Gabriela, difundida en el mundo entero con las excelencias que le da su obra lírica, sino a la prosista que pocos conocen. Tras una pesquisa por diarios, revistas y archivos epistolares, y movido por la obsesión que le produjo años atrás el conocimiento fragmentario de este acervo cultural, Morales Benítez logró compilar, sacudiéndoles el polvo de los años y de la ingratitud, refulgentes escritos que son recogidos hoy en los tres volúmenes de lujo que llevan por título Gabriela Mistral, su obra y poesía en Colombia.

El torrente de inquietudes, recuerdos y reflexiones que la autora sembró en sus cartas y ensayos constituye un monumento de la mayor altura intelectual, que quizá los académicos suecos, orientados sólo por la fama de la chilena en el campo de la poesía, no llegaron a descubrir. Suele suceder que cuando se examina una obra, los ojos se van detrás de los libros publicados y pocas veces se reflexiona sobre la producción dispersa en periódicos y revistas, y menos en el género epistolar, que permanece escondido y por lo general se ignora. Ese es el tesoro que sale ahora a la luz, 45 años después de fallecida la escritora, hecho ocurrido en Nueva York en 1957.

El verdadero pensamiento suyo como humanista, sicóloga y socióloga está contenido en estos documentos de inestimable valor. La fuerza de su espíritu se manifiesta aquí con los rayos luminosos de un lenguaje rico en ideas y matizado con los dones de la serenidad, la donosura y la firmeza intelectual. En su epistolario se disfruta del encanto de un alma sensible que se dispensaba a los demás con efusión y generosidad. Sus enfoques sobre el continente americano -la Indoamérica que ella exaltó- reflejan, como gran pensadora y crítica social, sus hondas raíces humanas dentro de una región amarga, donde los moradores viven vejados por la tiranía y la explotación y languidecen agobiados por la miseria y la desesperanza. “Por el ímpetu de la herencia y por una lealtad elemental -proclama Gabriela-, mi defensa del indígena americano durará lo que mi vida”.

Su sentido de la democracia contradice su decir constante de que no era política. Sus obras y expresiones revelan todo lo contrario: pocas personas como ella, de su estirpe cultural y de su fibra indígena, se han compenetrado tanto con los seres tristes y amargados, con los niños y los desvalidos, con los pobres y los hambrientos. En carta dirigida al Club Rotario de Bogotá, publicada por El Tiempo en 1941, presenta un cuadro estremecedor sobre el hambre y la miseria, como si se tratara de un fenómeno de los días actuales, y puntualiza: “Lo único válido es una liquidación de la hambruna, la desnudez y la ignorancia populares. Y cuando digo aquí “desnudez” tengo en los ojos la carencia de casa y vestido, es decir, la falta de algodón sobre el cuerpo y la escasez de habitación humana”.

Gabriela Mistral se marchó de la vida con el dolor de no haber estado nunca en Colombia. Pero fue de espíritu una colombiana más -y por extensión, una americana airosa, o mejor, una mestiza auténtica, una indoamericana de carne y corazón-, que vivía nuestras angustias y esperanzas; que admiraba a nuestros escritores y poetas; que soñaba con nuestros ríos, valles y montañas; que mantuvo cálida correspondencia con destacadas personalidades nacionales, y que siempre llevó a flor de labio el nombre de Colombia como un heraldo de su alma romántica. El presidente Eduardo Santos, su mecenas e indeclinable amigo, era uno de sus mayores ídolos.

Gabriela llegó a Colombia en días pasados, en estos tres libros maravillosos de su propia creación. En el homenaje que le tributó en el Gimnasio Moderno el embajador de Chile, don Óscar Pizarro Romero, escuchamos la voz viva de la poetisa, con su mensaje de amor y perennidad, y nos sentimos jubilosos con ella y con su herencia literaria, y orgullosos de ser sus hermanos colombianos.

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2002.
La Patria, Mnizales, 29 de enero de 2003.
6Columnas, 2 de diciembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 3 de diciembre de 2009.
Revista Aristos  n.° 32, Alicante (España), junio de 2020.
Comentario
Leí el artículo de su autoría acerca de nuestra querida Gabriela. Quisiera aprovechar esta oportunidad para destacar los mensajes y contenido de tan magnífico artículo, que en definitiva realza una vez más el entrañable afecto entre colombianos y chilenos. Óscar Pizarro,  embajador de Chile en Colombia.

Memoria de un gran boyacense

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace un siglo, el 26 de julio de 1903, nacía en Tunja Eduardo Torres Quintero. Y hace treinta años, el 10 de mayo de 1973, ocurría su muerte en la misma ciudad. Se trata de uno de los prosistas más grandes que ha tenido Boyacá, y el abanderado por excelencia de las humanidades, la cultura y las tradiciones de la región. Marcó toda una época como literato, educador, crítico, poeta, orador, académico y estilista de vuelo magistral. Difícil encontrar en el departamento una persona, como él, de tan acendrada vocación por el arte y la belleza, con un magisterio insigne en todo lo que fuera inquietud intelectual, y dueño de vasta y exquisita sabiduría, de carácter excepcional y de maravilloso don de gentes.

Cuando dirigió la Contraloría General de Boyacá, en los años 50 del siglo pasado, su sentido de la moral se manifestó en férreas y eficaces acciones que pusieron en la picota a los funcionarios corruptos y crearon un clima de resonante depuración de la vida pública. Ese sello de la honestidad y el decoro, que era distintivo sobresaliente de su cuna ilustre, se reflejaba en todos los actos de su vida. Si su ejemplo se aplicara en los días actuales, qué distinto sería el país.

El Concejo de Tunja dispuso en 1976, como homenaje a su memoria, la publicación de sus mejores páginas, acto que se cumplió con la edición del libro Escritos selectos, bajo la asesoría de su hermano Rafael, que ocupaba la dirección del Instituto Caro y Cuervo. Otras de sus obras son Lira joven, Boyacá a Julio Flórez, Fantasía del soñador y la dama, Cantar del Mío Cid, y numerosos discursos, artículos, traducciones y ensayos. Muchos de estos trabajos fueron recogidos en las revistas Boyacá, Cauce y Cultura, que él dirigió, en diferentes etapas, con singular brillo.

Sus escritos resplandecen como dechados de estética, elegancia y depuración idiomática. Manejó un lenguaje castizo, galano y armonioso, donde campean el vocablo preciso y el adjetivo cabal, que convencen y emocionan. Era maestro en el arte de engalanar la palabra hasta hacerla refulgente, a fin de que el pensamiento tuviera exacta y abrillantada expresión. La misma disciplina, y acaso más rigurosa, se impuso con su obra poética, donde aparece el vate tierno y romántico, de fina entonación y florido lenguaje. “Fue un explorador de las letras, las artes, los estilos”, dijo Rafael Bernal Jiménez, y Vicente Landínez Castro agrega que “escribir fue siempre para él una especie de liturgia, y también un oficio de magia”.

Fuera de la cultura y las letras, la mayor pasión de Torres Quintero fue Tunja, su cuna natal, y con ella Boyacá. Compenetrado con la idiosincrasia de la comarca, auscultó el alma boyacense como un explorador de los tesoros inmutables de la raza y los de la riqueza histórica y destacó o criticó la permanencia o el menoscabo de los bienes culturales. Nunca toleró mutilaciones del patrimonio colonial y religioso, y siempre levantó su voz airada, con esa vehemencia tan propia de su espíritu combativo y demoledor, cuando se cometía un atropello o se incurría en el simple olvido o menosprecio de lo que debe conservarse en el acervo de los pueblos.

Tunja fue la ciudad de sus ensueños, sus adoraciones y sus amores. Y Boyacá, la tierra grande, sufrida y gloriosa, que le enardecía el sentimiento al avivarle el amor patrio y afianzarle el cariño por el paisaje, la gente y lo terrígeno. Su obra  es un canto perenne a Tunja y Boyacá, a través de múltiples motivos, bien fuera la de sus escritores y poetas, bien la de su historia y tradiciones, o la del pasado histórico, o la del magisterio y la juventud, o la de los templos en peligro de destrucción. Su pluma, como la lanza de don Quijote, vivía en ristre para atacar los exabruptos, y también dispensaba con profusión el reconocimiento franco hacia lo noble, lo bello y lo sublime.

Eduardo Torres Quintero, el cronista mayor de Tunja, como se le llamó, también fue el caballero andante de la cultura boyacense. Títulos ambos que acrecientan su recuerdo en este aniversario memorable.

El Espectador, 24 de julio de 2003.
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Contextos de Forero Benavides

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Abelardo Forero Benavides nació en Facatativá el 5 de junio de 1912 y murió en Bogotá, a los 91 años de edad, el 25 de noviembre de 2003. Cumplió brillante desempeño como historiador, ensayista, periodista, catedrático, político, parlamentario, diplomático. Manejaba una prosa castiza que hizo más fulgentes, a través de sus numerosos escritos, la claridad de las ideas y la donosura y concisión del lenguaje.

Su dedicación inicial a la política lo llevó a corta edad -antes de los 30 años- a ocupar el Ministerio de Trabajo en el gobierno de López Pumarejo. Durante largo tiempo fue columnista de la revista Sábado y de otras publicaciones, donde dejó rastros por la profundidad de los escritos y su cultura universal. Se alejó de la política desde los inicios del Frente Nacional, luego de ser embajador en Buenos Aires durante el gobierno de Rojas Pinilla. Su adhesión al régimen militar, incluso en los peores momentos de crisis democrática del país, no fue bien vista por su partido, pero él se mantuvo fiel a sus ideas. En los últimos años estaba dedicado, con ardorosa y total entrega, a la Historia y la cátedra universitaria.

El país culto lamentó la clausura del programa de televisión que sobre asuntos históricos mantuvo con Ramón de Zubiría, con quien durante varios años desarrolló ameno y erudito diálogo sobre las más complicadas materias. La muerte de Zubiría en 1995 le trajo profundo abatimiento, y el programa perdió vigor. Su cátedra de Historia en la Universidad de los Andes, que atendió hasta el final de su vida, representaba un espectáculo de la inteligencia, la sabiduría y la capacidad de análisis.

Estas propiedades exhibidas en la cátedra docente tomaban mayor vuelo con sus dotes oratorias, que durante su ejercicio parlamentario habían dejado huella en el Congreso de la República. Nunca la edad fue óbice para sentirse jubilado. En su relación con las juventudes universitarias no se consideraba un maestro sino un muchacho más. Se divertía con los estudiantes y les transmitía la gracia y la lozanía de su mente juvenil.

Hoy vengo a leer, tras su deceso, el libro Contextos, publicado en 1978 por el Instituto Colombiano de Cultura, obra de 558 páginas en formato grande, que recoge su pensamiento en temas diversos, como la época de los ‘hippies’, la guerra en el Vietnam, el teatro del absurdo, los futurólogos, los Estados Unidos, la América del Sur y variados enfoques sobre Francia, China, Alemania, Checoeslovaquia y el Cercano Oriente. Hay libros admirables, como el que aquí se comenta, que duermen durante décadas en el abrigo de las bibliotecas y de pronto adquieren actualidad en momentos especiales, como la muerte del autor. Esto indica que la lectura es placer diferido y siempre grato, y que el libro nunca muere.

Tal vez la mayor virtud de Forero Benavides como escritor y ensayista es el de la brevedad. Luminosa brevedad que permite transitar con agrado por los caminos que dejó construidos, donde trata las cuestiones más diversas, desde lo elemental hasta lo especializado. Al mencionar las 558 páginas de su libro, cualquiera podría pensar en textos pesados y farragosos, como es el vicio de tanto escritor, y sucede que en Contextos se agrupan alrededor de 180 temas ágiles (un promedio de tres páginas por ensayo), convertidos en miradas certeras al mundo.

Estos atisbos sobre el proceso de la humanidad no han perdido vigencia en los 26 años transcurridos y se leen como el testimonio de una mente analítica que escribió para el futuro. Forero Benavides cuenta la Historia en presente, como si estuviera sucediendo hoy (esa es la maravilla del pasado histórico bien escrito), lo que la hace atractiva y real. Los conflictos de las guerras y de las naciones se presentan con tal poder de frescura, que es como si los viéramos rodando en los propios días de su aparición en la faz del mundo. Pero no es el simple narrador de acontecimientos, sino el testigo y el crítico exigente del tiempo.

Fenómenos como el de los ‘hippies’ y la televisión, que ayer fueron noticia y hoy se volvieron costumbre, son tratados con agudos enfoques sobre los efectos buenos y dañinos que esos sucesos le trajeron al mundo contemporáneo. Una serie de reflexiones sobre el teatro del absurdo lo llevan a enjuiciar el género como una distorsión loca de la vida, manejado con más ingredientes de tragedia que de burla. Se adentra en la vida de los maestros de este arte y saca conclusiones novedosas, que revelan los grados de neurastenia, arrogancia, tristeza y complejos que padecían, para hacer notar que sus creaciones son el eco de sus propias almas perturbadas.

La obra de Forero Benavides es extensa y perdurable. De su pasión por la Historia nacieron no pocos libros sobre hechos domésticos y mundiales, y quedan como  material de estudio en universidades y centros académicos. Con su muerte se cierra una página del pensamiento colombiano. Por encima de circunstanciales confusiones políticas prevaleció siempre el intelectual.

El Espectador, Bogotá, 12 de febrero de 2004.
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