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Archivo para martes, 27 de octubre de 2009

Boyacá y su Academia

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En el Ciclorama del Puente de Boyacá, el pasado 9 de abril, la Academia Boyacense de Historia se reunió en sesión solemne para celebrar sus cien años de vida. No ha podido escogerse mejor escenario para esta efemérides: allí palpita el corazón de la patria en medio de los símbolos que recuerdan la derrota de la opresión española y el nacimiento de la libertad. A partir de ese momento se iniciaba la historia grande de un pueblo que rompía las cadenas de la esclavitud y se volvía soberano.

La Academia Boyacense de Historia fue fundada el 9 de abril de 1905 con el nombre de Centro de Historia de Tunja (que llevó hasta 1946), por Cayetano Vásquez Elizalde, y su primer presidente fue el canónigo Aquilino Niño Camacho. A través de los años, la entidad se ha encargado de mantener prendida la llama del nacionalismo y el culto a las tradiciones, comenzando por afirmar los episodios históricos de la propia región. Pocas zonas del país aglutinaron en los días de la Independencia tanta variedad de personajes y de sucesos heroicos como los ocurridos en esta tierra de epopeyas y oraciones. Y pocas poseen en los días actuales su misma esencia cultural.

El segundo presidente fue el canónigo Cayo Leonidas Peñuela Quintero, tío de la poetisa Laura Victoria, célebre historiador y polemista que en 1912 fundó el Repertorio Boyacense, órgano oficial de la Academia, el que acaba de llegar a 341 ediciones. Se trata de la revista más antigua de las academias regionales de historia y del departamento de Boyacá, por cuyas páginas han desfilado egregios escritores dedicados a destacar los valores de la comarca, decantar la historia, fortalecer la cultura y afianzar el sentido de pertenencia a la patria. Es una publicación de lujo y de sólido contenido, en la cual se ventilan los temas más variados y profundos que hacen relación con el campo académico, siempre con la mira puesta en Boyacá y en Colombia.

Quince presidentes ha tenido la institución en su siglo de existencia. Seis de ellos provienen del ámbito eclesiástico, lo que refrenda una de las características más propias de Boyacá: el espíritu religioso que se respira en todas partes. Y dos secretarios perpetuos: Ramón C. Correa Samudio, que estuvo al frente del cargo, con ejemplar entrega y maravillosa labor productiva, durante 68 años, y Enrique Medina Flórez, insigne personaje de las letras y la docencia, que lo reemplazó en 1991 y acaba de recibir, en la ceremonia del Puente de Boyacá, la exaltación como miembro benemérito. El presidente actual, que ha ocupado la posición en dos ocasiones, es Javier Ocampo López, maestro de historia y gran promotor de la cultura boyacense.

En el centro académico se ha dado cita, a través de todas las épocas, lo más granado de la inteligencia boyacense: literatos de amplio prestigio, historiadores de vasta cultura, prestigiosos sacerdotes, profesores e investigadores, dedicados todos a la causa común de escudriñar la historia y difundirla en conferencias, libros y otros medios de comunicación. Son ellos, sin duda, una de las fuerzas vivas con que cuenta el departamento para mantenerse como modelo cultural del país.

Hay varias actividades institucionales que merecen especial mención: una es la “Cátedra de Boyacá”, dirigida a maestros y estudiantes, programa que se desplaza por los municipios con seminarios sobre la historia, las letras, el arte y la arquitectura, entre otros aspectos, y que busca la identidad local y regional; otra, el equipo de las “guardias cívicas”,  conformadas por grupos juveniles que impulsan el civismo y preservan el patrimonio histórico en toda la comarca; la tercera, la administración del Archivo Histórico Regional de Boyacá, donde se protege la memoria documental que viene desde la conquista y colonización del país; y por último, la labor bibliográfica que, estimulada por la Gobernación de Boyacá, ha hecho posible la publicación de 135 libros hasta el momento, sobre diferentes asuntos históricos y culturales.

El paisaje y el espíritu son en Boyacá las insignias mayores de esta raza legendaria, a la que tanto le cantó Armando Solano en páginas memorables, y no en vano los actuales directivos de la corporación prosiguen en el empeño que animó al fundador y a sus colaboradores: recoger e interpretar el alma boyacense en los innumerables estudios realizados por parte de mentes eruditas que engrandecen la vida regional.

El Espectador, Bogotá, 28 de abril de 2005.
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La pesadilla de un banco

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En Medellín me enteré del libro que Alberto Donadío acababa de publicar con el título de El uñilargo, en Hombre Nuevo Editores de esa ciudad, sobre la quiebra del Banco Popular en el gobierno del general Rojas Pinilla. Obra que me llamó la atención, ya que a dicho organismo estuve vinculado durante largos años y tuve, por lo tanto, ocasión de conocer el escándalo financiero a que se refiere Donadío. Ingresé al Banco Popular en el período de transición que va de los años de la crisis (1953-1957) a la subsiguiente etapa de saneamiento.

Esa interesante experiencia me permitió escribir en El Espectador (julio de 1991) tres crónicas tituladas Yo vi crecer un banco, en las que describí el proceso de rectificación financiera y moral que se llevó a cabo hasta lograr que la entidad quedara en los primeros puestos de la banca nacional. Dicho resultado se obtuvo gracias a los denodados esfuerzos hechos por la administración de Eduardo Nieto Calderón, que permaneció en la institución durante 17 años.

En 1950 nacía en Bogotá el Banco Popular bajo el liderazgo de Luis Morales Gómez, al convertirse el Montepío Municipal en banco prendario. Su capital inicial fue de $ 700.000 (US$ 250.000 de entonces). Abrió operaciones con seis empleados y $ 4.500 en caja. Nada fácil resultaba el reto de competir con los poderosos bancos de la época: Bogotá, Colombia y Comercial Antioqueño. Con todo, el éxito no se hizo esperar. En corto tiempo, al hacerse realidad la idea de democratizar el crédito, se impuso un nuevo estilo financiero en el país. Y la empresa comenzó a crecer.

En junio de 1953, con el golpe militar de Rojas Pinilla, habrían de ocurrir las graves desviaciones de que da cuenta Donadío. El conocido investigador apoya su testimonio en pruebas de la mayor credibilidad. Cumplido el primer año de gobierno, que fue de progreso y rectitud, a Rojas se le despertó la ambición por los negocios de tierra y ganados que lo haría incurrir en delicadas anomalías. Entran aquí en juego la compra fácil que el general hacía de ingenios en quiebra y el regalo generoso de reses que le llegaba de los hacendados.

El Banco Popular, que cada vez obtenía mayor vuelo gracias al apoyo oficial, se convirtió no solo en el financiador de los negocios particulares del general y sus amigos, sino en la caja menor del gobierno, contando con el necesario enlace del gerente de la casa bancaria, Luis Morales Gómez. Afirma el libro que Morales Gómez “dilapidó ingentes sumas en inversiones que fueron un fiasco”, entre las que se mencionan las sucursales en el exterior, la creación de la aerolínea Lloyd Aéreo Colombiano, la fundación de una fábrica de grasas en San Andrés y el manejo del periódico La Paz, gaceta adicta al gobierno, bajo la orientación del banquero Morales Gómez.

En estas operaciones se producía una lenta sangría económica y se violaban las sanas costumbres bancarias. El superintendente del ramo, Jorge Echeverri Herrera, que había detectado esta serie de ilícitos, los denunció ante el presidente Rojas y el ministro de Hacienda, Carlos Villaveces, y presentó un proyecto para intervenir el Banco, documento que debía firmar el ministro. Acto seguido, y en forma sorpresiva, Luis Morales Gómez fue nombrado ministro de Hacienda, sin desprenderse de la gerencia bancaria, ante lo cual el superintendente, así desautorizado, se vio precisado a renunciar a su cargo.

Después de la caída de Rojas, la Junta Militar determinó salvar la institución, pero a un costo exorbitante. Las pérdidas totales, según las cifras que presenta Donadío, ascendían a 55 millones de pesos (unos 9 millones de dólares), y la cadena de desfalcos y malas inversiones sumaban 24 millones de dólares. La operación de salvamento costaría, en dinero de hoy, unos dos billones de pesos. “Hasta ese momento -dice el autor del libro-, la historia de Colombia no registraba un caso de corrupción de esa magnitud”.

Ojalá dicho precedente hubiera servido para frenar en el futuro nuevos capítulos de inmoralidad. Lo cual no ocurrió así. La historia se repetiría en otros estruendosos escándalos financieros. El recuento que hace Alberto Donadío de aquellos hechos olvidados es elemento valioso para que las autoridades extremen las medidas de control a fin de evitar gigantescos fraudes, como el recordado en este libro, y que para desgracia del país suelen quedar impunes o castigados con mínimas penas.

El Espectador, Bogotá, 4 de marzo de 2004.
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El caballero de “El Corso”

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Legendaria figura la de Alberto Ángel Montoya -el “maestro del soneto galante”, que llamó Guillermo Valencia-, nacido hace un siglo en Bogotá y cuya sombra de refinado dandy aún se percibe hoy en la casa sabanera de “El Corso”. (El poeta nace en marzo de 1902, no de 1903, como figura por error en algunos textos). En esta morada vivió intensas pasiones amorosas, trasplantadas a sus libros con fulgores prodigiosos, y allí pasó sus últimos años en absoluto silencio monacal, presa de atroz ceguera y alumbrado por la llama etílica. El sibarita de perfumados salones sociales, que “amaba el vino, la mujer y el juego”, vería con los ojos de la mente, alejado del mundo y los placeres, transcurrir las horas borrosas del atardecer, y exclamaría: “Hoy soy feliz porque aprendí a ser triste”.

Testigos de aquella época de sombras se encargaron de seguir desde lejos los pasos del poeta por la casona blasonada y refulgente, y luego solitaria, que años atrás había sido centro de alegres bohemias intelectuales y mundanas. Por “El Corso” desfiló lo más selecto de la sociedad bogotana, y entre los contertulios más allegados puede citarse a José Camacho Carreño, Alberto Lleras, Germán Pardo García, Jorge Padilla, Eduardo Castillo, Edmundo Rico, Jaime Barrera Parra, Rafael Vásquez, Nicolás Gómez Dávila, Rafael Maya, Mario Laserna.

Cuando sus ojos comenzaron a marchitarse, los viejos confidentes -cada vez menos buscados por el dueño de casa- entendieron que debían mantenerse a prudente distancia y solo de tarde en tarde pasaban por la hacienda silenciosa,  animados por el fervor constante hacia el anacoreta. El bardo quería retirarse del mundo externo, para vivir mejor entre los límites penumbrosos del ocaso. Este deseo se hizo manifiesto cuando en el portalón de la casona apareció esta inscripción: “Prohibida la entrada a los parientes”.

El grupo de antiguos oficiantes de los festines de la inteligencia y del alcohol, unidos por el placer y el gusto por la vida, se preguntarían cómo el poeta del regocijo y del apetito mundano lograba resistir su adversidad sin buscar la solución suicida, como en sus casos desesperados lo habían hecho Silva, Larra, Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Stefan Zweig, y años después lo haría Ernest Hemingway.

Para dicho enigma resulta adecuada la siguiente interpretación. En primer lugar, la pérdida de la vista, causada por el golpe que años atrás le había producido una pelota de polo, despertó en Ángel Montoya la vena dormida del misticismo. Después de probar los lujuriosos desenfrenos y de conocer las dimensiones del alma sensorial, supo que la vida no solo es sexo y emoción pasajera, sino alma y serenidad. Acaso el amor auténtico había naufragado en el torbellino de sus aventuras carnales, o él no había sabido encontrarlo.

Cuando tiempo después aterrizó en su desventura, tras conocer todo lo que otorga y quita la orgía del mundo, sus ojos marchitos descubrieron la verdad ignorada: el camino -en este caso el camino de “El Corso”- era el de adentro, no el de afuera, es decir, el de la propia intimidad del poeta ciego. Y renunció a la vida pagana para encontrarse con el amor verdadero: el de una viuda atractiva y de su mismo rango social, varios años menor que él.

Jorge Padilla, en excelente estampa que escribe sobre su amigo, cuenta que en enero de 1946, en forma inesperada, Ángel Montoya contrae matrimonio en la iglesia de Las Nieves de Bogotá, ataviado, a la usanza del dandy perfecto, con su flamante levita de largas colas.

He aquí, por otra parte, la anécdota encantada y poco conocida que narró a Vicente Pérez Silva el poeta Rafael Vásquez, y que aquel, a su turno, me confió en momentos en que me proponía trazar las presentes líneas:

Días antes de la boda, el poeta departía, en un establecimiento del centro de la ciudad, con un amigo que protegía sus horas de tinieblas. Al recordar Ángel Montoya que se había comprometido a enviar una colaboración al diario El Tiempo, tomó el teléfono -que era de disco, como se sabe, y por eso le facilitaba la marcación- para disculparse por no poder cumplir con el trabajo. Pero se equivocó en algún número, y en lugar del periódico le contestó una dulce voz femenina. La conversación fluyó como entre viejos amigos -que no lo eran-, se volvió placentera y surgió el romance bajo el estímulo del vino.

Convinieron una cita para días después, con la advertencia de que él era bohemio y además ciego. En el encuentro, subyugada ella por la figura apuesta y la exquisita galantería del conquistador, y él por la ternura presentida, quedó sellada la unión matrimonial. La dama era María Junguito, que se convertiría en la fiel y abnegada compañera de las horas sombrías.

Una noche, el bohemio llega a su casa en compañía de dos amigos y le pide a su esposa una botella de vino y cuatro copas. Al notar que hacía falta la copa de ella, tal circunstancia le inspira el soneto Pasión tardía: “Toma la copa y bebe, que mañana / no habrá vino en tu copa ni en la mía. / Inútilmente prolongué mi fría / indiferencia mentirosa y vana…”

Ángel Montoya, henchido de fascinación voluptuosa por la mujer, es cantor del hechizo femenino. El amor erótico, lo mismo que ocurriría con Laura Victoria, lo conduce al misticismo. La ceguera le lleva otras luces al espíritu y lo vuelve más profundo. En la última etapa de su vida nace el filósofo. Su poesía, tanto en verso como en prosa (yo no he sabido precisar cuál de las dos es superior), sobrecoge y enamora.

Su mayor arte es la del soneto clásico. Con poemas como el Soneto al amor, su obra mejor lograda, conquista la gloria: “Cuántas veces, amor, por retenerte / puse a tus pies mi juventud rendida. / Y cuántas a pesar de estar herida / te la volví a entregar por no perderte…”

El Espectador, Bogotá, 27 de marzo de 2003.

Centenario de Laura Victoria

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Las Academias Colombiana de la Lengua y Boyacense de Historia tributaron a Laura Victoria grandioso homenaje para conmemorar el centenario de su nacimiento, ocurrido en Soatá el 17 de noviembre de 1904. En el acto académico fue presentado el libro Laura Victoria, sensual y mística, de mi autoría, editado poco tiempo antes de su muerte. La ilustre desaparecida fue la pionera de la poesía erótica y su fama traspasó las fronteras patrias y la llevó a las altas cumbres del elogio, al lado de las grandes líricas del continente.

Con motivo de la edición de su biografía y de la muerte de la poetisa, diversas voces se dejaron oír en reconocimiento a su destacada obra literaria y su valiente actuación por las causas femeninas. En el periódico El Tiempo, Enrique Santos Molano comentaba que “sus primeros poemas, publicados en los años veinte, la consagraron como una de las figuras más excelsas de la poesía lationoamericana y fueron celebrados en todos los países de habla hispana”. En la emisora WFM, Alberto Casas Santamaría se refería a ella como una figura de “importancia cultural innegable” y recordaba que su poema En secreto, de fino sensualismo, produjo escándalo en aquellos tiempos puritanos.

En un reportaje radial por RCN, Dora Castellanos la calificaba como una mujer “vital, apasionada, interesante y atractiva, que causaba escándalo, porque ninguna otra mujer se había atrevido a decir una poesía tan ardiente, tan directa y sensual”. Maruja Vieira, en el mismo programa radial, manifiestaba que fuera de poetisa, Laura Victoria fue gran periodista, y mencionaba el encuentro que tuvo con ella tres años atrás en Ciudad de Méjico, ocasión en que su amiga añoraba al país y se dolía de no serle ya posible el regreso.

En su espacio radial, Jorge Consuegra, romotor de la cultura nacional, lamentaba la indiferencia de la prensa ante la muerte de la poetisa, con estas palabras: “Colombia no le dio a Laura Victoria la importancia que se le debía haber dado, a pesar de ser superior su obra a la de Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini”. En efecto, ningún periódico (que yo sepa) publicó la noticia fúnebre, como sí lo hicieron varias cadenas radiales.

En cuanto a los medios escritos, merece destacarse la página suscrita por Carolina Abad, editora de Arte y Gente de El Espectador, dos semanas antes del deceso, en la cque declaraba que como pionera de la poesía erótica, Laura Victoria “desafió prejuicios sociales y religosos para dar rienda suelta a su imaginación, a sus sentimientos y a la sensualidad de la mujer”. Y pocos días antes, la poetisa Inés Blanco había publicado en el periódico Acorpol (Asociación Colombiana de Oficiales en Retiro de la Policía Nacional) otra página notable, donde decía: “No le tiemblan la mano y la pluma a Laura Victoria para entregar en versos toda su capacidad emotiva y física”.

Como biógrafo de Laura Victoria, he sido destinatario de una serie de mensajes provenientes del mundo de las letras y sobre todo de los jardines de la poesía, en torno a la gran cantora del romanticismo, mensajes que deseo destacar y agradecer con ocasión del homenaje ofrecido por las dos Academias atrás citadas. La brevedad del espacio me impide transcribir, como lo quisiera, conceptos y poemas llegados a mi mesa de trabajo, pero voy a citar los nombres de los oferentes: Víctor Cardona Rojas, Hernando García Mejía, Leonor Herrera de Rodríguez, José Trino Campos, Mara Agudelo, Helena Araújo, Aníbal Quintero Quintero, Tertulia Tienes la Palabra “Francisca Vélez”, Horacio Gómez Aristizábal, Jaime Lopera, Esperanza Jaramillo, Sylvia Lorenzo.

En fin, se nos ha ido la pregonera del amor sensual y del amor místico, pero quedan su obra y sus realizaciones humanas como paradigmas del talento colombiano y como ejemplo de imitación para los nuevos tiempos.

El Espectador, Bogotá, 9 de diciembre de 2004.

La casa de Julio Flórez

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Pasados sus días de gloria, el poeta Julio Flórez se retiró a Usiacurí, a 38 kilómetros de Barranquilla, donde vivió sus últimos años como granjero. Allí fue a buscar, en las aguas medicinales que eran famosas en la región, cura para el cáncer que le había aparecido en el rostro. Y murió en dicho municipio el 7 de febrero de 1923. Un mes antes había sido coronado poeta nacional.

En 1911 compró por 300 pesos la casa que en unión de su esposa y sus hijos ocupó hasta su muerte, vivienda que fue atendida, hasta hace ocho años, por una sobrina política del poeta. Luego quedó abandonada. Hace tres años, parientes de Flórez la entregaron en administración a Coprous, fundación puesta al servicio del progreso local. El año pasado, el inmueble fue declarado patrimonio cultural de la nación.

A través del tiempo (y han pasado 81 años desde la muerte de Julio Flórez), esta casa representa la mayor identidad de Usiacurí. A la entrada está erigido, en medio de hermosa arborización tropical, un monumento al poeta. Convertida en museo para perpetuar su memoria, en ella se guardan sus libros, muebles y objetos personales, y es visitada por continuas corrientes de turistas.

Hay hechos fortuitos, como este del traslado circunstancial a un sitio escondido, que se vuelven concomitantes para el renombre de un pueblo. Julio Flórez, oriundo del municipio boyacense de Chiquinquirá, nunca llegó a calcular que su viaje en busca de curas medicinales iba a significar su morada final en aquella agreste geografía, por esos días un punto ignorado en el mapa nacional.

Lo mismo sucedió con Baudilio Montoya, el “rapsoda del Quindío”, que por simple accidente llegó a Calarcá y allí se quedó por el resto de su existencia, dándole realce al pueblo que lo acogió como hijo adoptivo. O con Germán Pardo García, que a pesar de haber nacido en Ibagué, consideró a Choachí, donde transcurrieron su niñez y juventud, y de donde sacó la inspiración para escribir su obra grandiosa, como su verdadera patria.

Hoy la casa de Julio Flórez está a punto de derrumbarse. No hay dinero para repararla, y el estrecho presupuesto municipal no permite erogar los 300 millones de pesos que se requieren para las obras de ingeniería y la conservación del patrimonio cultural. Ojalá el alma del poeta, que sembró allí sus últimas esperanzas de vida, ilumine la fórmula que permita conservar esta joya histórica, a la que un día le cantó el ilustre morador: “Oculta entre los árbles mi casa / bajo denso ramaje florecido / aparece a los ojos del que pasa / como un fragante y delicioso nido”.

El Espectador, Bogotá, 8 de julio de 2004.