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Archivo para martes, 27 de octubre de 2009

Víctor Hugo: monstruo de las letras

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Hace doscientos años, el 26 de febrero de 1802, nace Víctor Hugo, la figura máxima del romanticismo francés y genio de la literatura universal. Su padre es un general bretón que combatió, al servicio de Napoleón, en los ejércitos de la Revolución y del Imperio, y de él hereda el espíritu de rebeldía y democracia que marcará el temperamento independiente y combativo del escritor. El rasgo más señalado de su carácter lo constituyen su hondo sentido de la justicia y su acendrada sensibilidad por la suerte de los desvalidos.

Con esas armas del espíritu, trasladadas a sus numerosos libros, Víctor Hugo  se opone a todo cuanto sea oprobioso para el hombre y libra en Francia denodados combates por la dignidad humana y contra los abusos de las clases dominantes, luchas que le acarrean persecuciones y exilios. Es el auténtico revolucionario que con las luces de la inteligencia y el poder de la pluma se hace sentir, como fuerza demoledora, en la vida política de su patria.

Napoleón III, a quien llama con sorna “Napoleón el pequeño” -para diferenciarlo de Napoleón el grande-, lo destierra a Bruselas durante 20 años, a raíz de la protesta con que el implacable crítico social condenó el golpe de Estado que llevó al trono al monarca. Víctor Hugo sólo regresa a Francia tras la caída del dictador, y en venganza por el largo exilio a que fue sometido y por los desafueros del gobernante, escribió dos obras satíricas contra él: Los castigos y Napoleón el Pequeño.

Su literatura, que se pasea por variados escenarios de los conflictos sociales, es de lucha frontal contra la tiranía, la opresión, la miseria. El mundo fastuoso de París, plagado de injusticias y atropellos contra los humildes, lo hizo exclamar un día: “La verdadera división de la humanidad es entre los que viven en la luz y los que viven en la oscuridad”.

Él mismo había vivido la pobreza cuando su familia, tras la derrota de Napoleón, se estableció en París y su padre quedó arruinado y sumido en la amargura. En ese mundo revuelto, Víctor Hugo conoció de cerca el fondo de las personas, tanto en sus conversaciones con los monarcas como en su trato con los desgraciados, y de allí tomó sus personajes para elaborar sus obras maestras: Los miserables, Nuestra Señora de París, Los trabajadores del mar, El 93, El hombre que ríe…

En 1841, laureado por su carrera literaria, ingresa a la Academia y pronuncia un discurso de claro contenido político, donde deja reflejada su intención de actuar en la vida pública. Son tantas las simpatías que despierta en las esferas palaciegas, que el rey piensa en él como primer ministro. Cuatro años después es nombrado par de Francia, y la revolución de 1848 lo hace alcalde del distrito VIII.

Asciende por los ámbitos del poder como un meteoro, hasta que Napoleón III, en 1852, lo expulsa del territorio nacional y lo obliga a instalarse en Bruselas, castigo infamante que lo torna triste y desengañado y parece opacarle las luces del intelecto. En este trance amargo sólo escribe obras mediocres, con descuido del estilo y con desmedro del legítimo artista que habita en su alma abatida.

Cuando en 1861 visita el campo de batalla de Waterloo en busca de mayores fuentes de información para concluir Los miserables, proyecto en el que comenzó a trabajar en 1845, renace el escritor. Ese mismo año firma con Lacroix,  editor belga, el contrato para la publicación de su obra cumbre, y al año siguiente el mundo conoce una de las creaciones literarias más valiosas de todos los tiempos, la que, a pesar de su extensión superior a 1.300 páginas -repartidas en dos tomos-, la siguen leyendo con avidez, 140 años después, los amantes de los clásicos.

Víctor Hugo se inició, desde su niñez precoz, en el campo de la poesía y más tarde incursionó en el teatro. Pero su verdadera fuerza reside en la novela. Fue en esta área donde explayó su gran fuerza creadora, como intérprete de los hombres que luchan en medio de las desigualdades sociales por un mundo de libertad y dignidad.

Con su imaginación portentosa fabricó un universo exento de  fabulaciones falsas, donde el hombre es hombre y no títere de ficción. Su valor literario reposa en la autenticidad humana. Perteneció a las clases dominantes, y al mismo tiempo las desenmascaró. Su crítica a la sociedad de ayer y de hoy es el grito clamoroso de las almas libres.

Estudió la incógnita del hombre a lo largo de sus 83 años, longevidad muy alta para su tiempo y para su vida de tormentos. Sus biógrafos dicen que su espíritu nunca envejeció. Ya al final de sus días, y con absoluta lucidez, escribió estas palabras en su testamento, las que hacían parte de su credo vital: “Creo en Dios. Lego un millón de francos a los pobres. Renuncio a los sufragios de toda religión”.

El Espectador, Bogotá, 21 de febrero de 2002.

El general en su gloria

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La última vez que me vi con el general Antonio Medina Escobar fue en unos funerales de familia. A su habitual distinción se sumaban el regio atuendo y el airoso sombrero a la usanza de los viejos tiempos de la aristocracia inglesa. Mi esposa, tan admiradora de la elegancia, le dijo que su porte mostraba al perfecto dandy, y yo halagué su bizarría comparándolo con un lord de otoñales arreos.

Sonriente, nos dijo que venía vestido como para un encuentro real con nuestra parienta la muerta. Dos meses más tarde, ante el repentino deceso de Antonio, y con aquella imagen grabada en el recuerdo, se me ocurre pensar que con ese talante caballeroso, distintivo de su exquisita personalidad, penetró ufano en la morada eterna.

Su retiro del Ejército se produjo en 1980, luego de brillante hoja de servicios cumplida por espacio de treinta años y engrandecida con alta eficiencia, claras dotes intelectuales y acendrados principios éticos y morales. El general Jaime Valderrama Gil, compañero suyo de arma, lo recordó en la oración fúnebre como el muchacho entusiasta que en enero de 1949 ingresaba a la Escuela Militar de Cadetes con su maleta de ideales juveniles y el alma abierta a los rigores y las conquistas del destino castrense. Su inteligencia y dedicación al estudio y el trabajo lo llevarían a ocupar el primer puesto de su promoción.

En vista de su ejemplar desempeño, fue escogido para adelantar la carrera de ingeniero químico en la Academia Militar de Chile, de donde volvió con honores para ocupar destacadas posiciones en la rama logística del Ejército. Allí brindó su concurso decisivo en la reorganización de la Industria Militar, cuya gerencia ocupó con lujo de competencia.

Otras posiciones por donde pasó fueron las de director de adquisiciones, intendente general del Ejército, profesor e instructor en especialidades propias de su carrera. Con “Paso de vencedores”, el lema de infantería, logró todas sus victorias. Incluso la del matrimonio, acontecimiento memorable sobre el que es oportuno hacer un gracioso comentario.

Debido a su corta edad de 22 años, cuando se fue a estudiar a Chile, y temeroso de que sus superiores no le autorizaran el matrimonio con su novia Teresa Obregón, que podría considerarse precipitado, resolvió casarse en secreto, infringiendo los reglamentos. Para proteger la confidencia, dejó a su amada en Bogotá y mantuvo muy bien guardado el sigilo. Pero un año después, incapaz de resistir la cruel separación, decidió contar la verdad y así entró a ejercer sus legítimos derechos. Esa sólida unión cumplió 48 venturosos años de armonía y felicidad. Un triunfo rotundo del amor.

Como catedrático en institutos militares y universitarios ganó renombre por su formación didáctica y su poder para transmitir conocimientos. Era un militar humanista que no se conformaba con el solo ejercicio de la milicia, sino que nutría el alma con disciplinas académicas y lecturas selectas. Siguió las enseñanzas de don Quijote, quien una vez manifestó que “las armas requieren espíritu como las letras”, y éstas “deben poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo”.

Regido por las normas inalterables de honestidad y pulcritud que siempre había practicado, solía repetir con orgullo que era un general pobre que había huido del enriquecimiento fácil y la conducta indigna, para buscar el decoro de la vida y la supremacía de los principios. Ahí residía la fuerza de su carácter.

Ya retirado del Ejército, era observador atento y crítico agudo del acontecer nacional. Sufría con los infortunios de la patria. Su hermano, el sacerdote Jorge Medina Escobar, nuestro familiar apóstol de las virtudes cristianas, recuerda una de las frases cáusticas que más pronunciaba el general en su fallida esperanza de recuperar los valores perdidos: “En Colombia reina la mentira. Todo el mundo miente, todo el mundo engaña”.

Con estos perfiles queda pintada la recia personalidad de Antonio Medina Escobar, hombre probo y patriota integérrimo, cuya honestidad debe servir de modelo social en estos momentos de descomposición. En el Ejército hizo famoso el apelativo de “Pipo”, como sinónimo de inteligente.

Mientras en la Escuela Militar de Cadetes la cureña transportaba sus despojos mortales, en medio de los honores que le tributaban los altos mandos militares y los generales retirados, yo recordaba su fina estampa de gentleman. Los griegos le daban gran importancia al aspecto externo, como un reflejo del alma, y no me cabe duda de que Antonio supo combinar la elegancia física con la gallardía del espíritu.

El Espectador, Bogotá, 12 de septiembre de 2002.

El zar del café

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A los dos tomos publicados en 1989 por el Fondo Cultural Cafetero como homenaje a don Manuel Mejía, que durante 20 años dirigió los destinos de la Federación Nacional de Cafeteros, sigue hoy el volumen que honra el nombre de don Arturo Gómez Jaramillo -el llamado “zar del café”-, que sucedió a  don Manuel Mejía por espacio de 24 años. Los doctores Otto Morales Benítez y Diego Pizano Salazar, expertos en temas cafeteros, fueron los coordinadores de ambas obras y escribieron para ellas textos especializados. La labor de compilación y asesoría editorial del último tomo estuvo a cargo del escritor José Chalarca, y el diseño, diagramación e impresión fueron realizados por Común Presencia Editores.

El exministro Juan Manuel Santos, en las palabras de presentación del libro, hace alto elogio de don Arturo Gómez Jaramillo como una de las figuras más destacadas de la industria cafetera y lo recuerda como persona muy cercana a sus afectos. A esas palabras de reconocimiento se suman las de otros ilustres colombianos -entre ellos, varios expresidentes de la República-, lo mismo que las de prestantes dirigentes extranjeros que señalan las calidades que hicieron sobresalir a nuestro líder como hábil negociador, sabio estratega e inmejorable guía en los mercados mundiales.

Todos los testimonios que se recogen en la obra coinciden en anotar los rasgos distintivos de su personalidad, tanto en el campo corporativo como en el ámbito privado: sencillez y serenidad, energía y claridad, inteligencia y amabilidad, discreción y equilibrio, cultura y modestia. Con estos atributos se ganó el cariño y el respeto de cuantos lo rodeaban, y así cumplió una de las carreras más brillantes en la vida empresarial del país.

Él y don Manuel Mejía, que poseían muchas características en común, llegaron a ser pilares de la caficultura colombiana, con eco internacional. Eran a la vez respetados y temidos, dentro del difícil juego de las competencias.

Mientras don Manuel Mejía creó conciencia cafetera e imprimió a la entidad la organización y el vigor iniciales, don Arturo la fortaleció hasta volverla modelo de solidez y prestancia. Los gobiernos colombianos buscaban las luces de este par de ejecutivos visionarios, para adoptar los rumbos de la economía nacional. Oriundos ambos de la ciudad de Manizales, su mayor identidad fue con la tierra y la producción agrícola. Desde jóvenes tuvieron el primer contacto con el café y no olvidaron nunca la lección bien aprendida.

“Como campesino -dice don Arturo- aprendí a valorar la paciencia y conocer el valor del centavo”. El sentido del dinero como herramienta de trabajo y progreso lo practicó en sus años de colegio con un lucrativo negocio de almendras, simpático episodio relatado por él en un reportaje del libro. Esa fórmula comercial la aplicaría años después en los grandes negocios del café. Hubiera podido ser político o magistrado, pero cambió esas opciones por la pasión cafetera, luego de haber actuado como concejal de Manizales (y presidente de la entidad), secretario de Hacienda de Caldas, juez civil y juez superior de Manizales.

Hay una interesante faceta de su personalidad que pocos conocen, y es la de su vasta cultura. Desde joven era ya amante de los clásicos y eligió a Montaigne como su autor preferido. Su gusto por la poesía y las humanidades lo llevaría a escribir poemas clandestinos, que nunca ha querido revelar al público y que sólo disfrutan sus amigos más allegados en momentos de intimidad. Es profundo admirador del arte en general, y sobre todo del arte italiano.

En el precioso libro a que se refiere esta nota se rescatan artículos suyos publicados hace cerca de 60 años en el periódico manizaleño La Mañana. Quizá sea un escritor y periodista frustrado. Fuera del poder de síntesis con que están elaboradas esas columnas, se advierte en ellas dominio de los temas y firmeza de las ideas.

Era la suya, hacia 1944, cuando iniciaba en Manizales su vida cafetera, una mente inquieta que se ocupaba del acontecer cotidiano en los campos de la cultura, la economía y la historia, y que expresó conceptos valiosos y valerosos  como éste acerca de la biografía de Rafael Núñez, escrita por Indalecio Liévano, opinión que le hace honor a su pensamiento libre:

“Los colombianos habíamos sido educados, al menos los liberales, en el odio a Núñez y en la alabanza al radicalismo (…) Nunca se nos indicaron las modalidades políticas en que vivió el país durante esos años, ni los problemas fundamentales que ocupaban a la opinión pública y afectaban el porvenir económico de los hombres de trabajo. El odio es un mal historiador (…) Hice el itinerario de esas páginas con morosidad y estudio y concluí aceptando la casi totalidad de las tesis del autor (…) Entre otras cosas demuestra Liévano que Caro no es el ogro monarquista que nos han querido pintar los historiadores apasionados y faltos de responsabilidad”.

Retirado de la Federación en 1982, el “zar del café” reside hace varios años en Argentina y goza de admirables memoria y lucidez. El orden, disciplina, método, sencillez y recato que mostró en la actividad laboral, son los mismos que gobiernan la época dorada del descanso. Al igual que una de sus reglas de oro en el trabajo fue mantener el escritorio siempre limpio, hoy, a los 88 años de edad, siente la conciencia limpia. Hombre silencioso y alejado de vanidades, pero cubierto de gloria, el discurrir de su vida actual es discreto y sereno.

El Espectador, Bogotá, 13 de marzo de 2003.

Ni un muerto

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Por primera vez en los numerosos años que soy lector de El Tiempo, hace pocos días su cartelera funeraria estaba desierta. Hoy amanecimos sin muertos, pensé. Y sentí un respiro en medio de tanta mortandad. Con todo, me pareció insólito que nadie hubiera expirado en las veinticuatro horas anteriores, y como la suposición era descabellada, volví a revisar el diario, página por página, rincón por rincón, y los difuntos seguían ausentes. Quizá no me había llegado esa sección del diario. Descartada tal posibilidad, quedaba claro que poseía el periódico entero, pero faltaban los muertos.

Confieso, con cierto impudor macabro, que me hacen falta los muertos. Es una manera de convivir con la realidad de la muerte, de tomarle el pulso al país, y en el caso comentado, de enterarme de la desaparición de algún personaje o de algún amigo entrañable. Sin muertos es como si Colombia no existiera. ¿Cómo suponer a nuestra pobre patria, martirizada durante cuarenta años por los odios implacables, sin al menos un muerto diario? Esa era la muestra mínima que yo buscaba en la cartelera luctuosa de El Tiempo, donde abundan las cruces cotidianas, pero ese día nadie había ingresado a la lista. ¿Un muerto, dije? Una docena, o dos, o tres, qué sé yo, de compatriotas abaleados por los guerrilleros, o de guerrilleros ajusticiados por los militares, sin incluir los decesos incontables debidos a circunstancias diversas. Por eso, el día sin avisos fúnebres me sentí desubicado.

Cuando el doctor Carlos Lleras de la Fuente era director de El Espectador, abrió en el periódico, sin costo para los deudos, un espacio donde se registraban los fallecimientos de toda la ciudad y de todos los rangos sociales, tomados de los informes de las funerarias. La única que no se acogió al plan fue la Gaviria, tal vez basada en el hecho de que su clientela pudiente publica el dato en El Tiempo, por lo general en gruesos caracteres y pagando, claro está, elevadas tarifas.

Las diferencias sociales llegan hasta el final de la existencia, y con el informe en la prensa sobre la persona que ha pasado a la otra vida, muchos refrendan la figuración mundana, en mayor o menor grado según el tamaño de la letra de imprenta. Sin embargo, si a un muerto, por rico y poderoso que haya sido en vida, se le consultara si deseaba un aviso en El Tiempo, a buen seguro diría que no, por saber que en el umbral  de la muerte comienza la igualdad. Pero el que manda no es el finado, sino su familia y su círculo social. Por eso crece tanto el obituario del periódico cuando el cadáver es famoso.

Ante el rechazo de la Funeraria Gaviria para acogerse al programa diseñado por el doctor Lleras, este, con fecha 30 de septiembre del año 2000 (conservo el recorte como un episodio curioso), publicó una nota con el título “Perdieron un cadáver”, donde, en señal de protesta, les manifiesta a los Gaviria, quienes por más de medio siglo han sido los mayores empresarios de pompas fúnebres de la capital: “En un negocio tan próspero como el que manejan, un cadáver más o uno menos no interesa; pese a ello el Director ha instruido a su familia para que confíen sus restos a otras gentes”.

El Tiempo terció en el asunto para manifestar -no se sabe con qué propósito- que vigilará el cumplimiento del deseo del doctor Lleras de no ingresar a dicha empresa mortuoria. ¡Quién no desearía estar vivo para presenciar estas exequias fuera del techo de la Funeraria Gaviria y bajo el ojo atento de los Santos! (El día esté lejano, doctor Lleras).

Decía yo que hace poco la cartelera de El Tiempo no tuvo dolientes. Supongo que el suceso no obedeció a asuntos económicos de los usuarios, sino a falta de clientela de esa categoría. Casi nadie observaría ese detalle extraordinario, sucedido en las altas esferas bogotanas de la muerte. Pero no por eso dejó de morir gente en la ciudad. Gente del común, supongo, o gente de superior estrato pero que huye de la ostentación, ya que la cartelera de marras no fue ocupada ese día por nadie, por primera vez en muchísimos años. Este detalle escondido, y acaso nimio, motivó la presente crónica, que registra un hecho insólito en los anales de la muerte.

Y alcancé a celebrar, por pura ficción o por falaz optimismo, el que hubiéramos amanecido sin muertos, producidos por la violencia o por causas naturales. Llegué a pensar que el país era diferente. Supuse que los guerrilleros habían decretado el cese de hostilidades. Soñé que había terminado la guerra… Pero no había tal: el país seguía tan sangriento como todos los días. Cuando desperté de la irrealidad –¡oh desconsuelo!–, vi en el televisor un desfile de ataúdes en algún caserío remoto.

El Espectador, Bogotá, 1° de mayo de 2003.

Código del amor

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Sabía usted que tenemos un código del amor? Colombia es país de códigos. Desde el comienzo de los siglos el amor se ha expresado en las formas más diversas y ha permanecido, al decir de Carrel, como “el único cemento sólido para unir a los hombres”. En sentido contrario, la falta de amor destruye a los pueblos y arruina el alma.

Siendo el amor tan antiguo como la misma humanidad, es eterno como el hombre. Alguien podría argumentar que el hombre es perecedero, pero la verdad es que el universo no sucumbe por la desaparición de un individuo, ni de millones de individuos, porque Dios creó el mundo con alma inmortal. En ella es donde reside el amor. Los artistas y escritores de todos los tiempos se han dedicado a buscar las fuentes del amor. El escritor Vicente Pérez Silva saca del misterio una preciosa obra escrita en el siglo XIX, en verso y prosa, titulada Código del amor. Hablo de misterio, ya que el autor de dicho código quedó cubierto por el anonimato.

Al autor no le interesó difundir su nombre, y en cambio le rindió tributo a la más antigua pasión del ser humano: el amor. Sobre dicho sentimiento se han escrito páginas infinitas, sin que se hayan agotado los manantiales que brotan de esta fuente inextinguible. Siendo el amor la justificación de la vida, faltan palabras, partituras y obras de arte para manifestar el asombro del hombre frente a esa hada portentosa. Incluso el odio, la guerra o el dolor pueden desvanecerse al inyectarles unas gotas de amor.

El Cantar de los cantares, libro atribuido a Salomón, es una bella alegoría que interpreta el amor de Dios y el alma justa. En el mismo género místico se sitúa la madre Francisca Josefa del Castillo, cuya obra lírica construye un puente amoroso con la divinidad, luego de sus inquietas experiencias mundanas. Juan Ruiz, arcipreste de Hita, escribió en la Edad Media el Libro de buen amor, obra maestra que narra las aventuras amorosas del mester de clerecía, en versos salpicados de humor y sátira. Otro clérigo español y luego cortesano, Cristóbal de Castillejo, es autor del Sermón de amores, valiosa obra en el campo festivo y satírico, que según  Vicente Pérez Silva es “una mezcla extraña de devoción y lubricidad”.

La Celestina y El Quijote glorificaron en las letras castellanas los romances inmortales. Y como de amor también se muere, Los sufrimientos del joven Werther, obra de Goethe, representa la tragedia de un amigo suyo que se suicida por amor y simboliza la propia desgracia del escritor en su pasión por Carlota Buff. María, de Isaacs, en nada difiere de Beatriz y Laura en el campo de los amores platónicos.

Comenta Pérez Silva que en sus años estudiantiles leyó con gran deleite La gramática del amor, del poeta y novelista Ruso Iván Bunin, libro que contiene una serie de cuentos apasionantes, el primero de los cuales le dio título a dicha publicación. Esta lectura le despertó el ansia de adquirir un libro que, con el mismo título del cuento de Bunin, parecía existir en alguna parte. Al cabo de los años cayó en sus manos un ejemplar del Código del amor, libro pequeñito y parecido a un diccionario, en el que no figuran ni el nombre del autor ni la fecha de la edición. Sólo aparece esta leyenda: “París. Librería e Imprenta de la Vda. de Ch. Bourret”.

Guardián de esta joya literaria de autor anónimo, Pérez Silva contó con la acogida de Ediciones Jurídicas Gustavo Ibáñez, firma que ha vuelto a impimir el libro en hermosa edición, conservando su tamaño original de breviario. Por supuesto que es un código, como tanto código que abunda en nuestro país. Pero éste tiene aroma y esencia diferentes. Y entra en el género de los libros raros y curiosos.

El Espectador, Bogotá, 11 de septiembre de 2003.
Revista Aristos Internacional, n.° 19, España, mayo de 2019.
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