La Cuba amarga de Cabrera Infante
Por: Gustavo Páez Escobar
Guillermo Cabrera Infante, fallecido el pasado 21 de febrero a la edad de 75 años, era un amante visceral de Cuba, y sobre todo de La Habana. Su exilio en Londres durante cuarenta años le acrecentó el amor por su patria, de donde el régimen de Fidel Castro lo tenía desterrado no sólo en forma física sino también espiritual: sus libros estaban prohibidos en la isla y ni siquiera su nombre aparecía en el Diccionario de Literatura Cubana publicado por el Ministerio de Cultura. Sus paisanos no podían leerlo, pero lo miraban desde lejos como un símbolo de protesta democrática, que reprimida en las propias fronteras se ha extendido por otros lugares del planeta.
“Murió sin patria, pero sin amo”, dijo su esposa, la exactriz cubana Miriam Gómez, repitiendo palabras de José Martí. En 1952, bajo la dictadura de Batista, Cabrera fue a dar a la cárcel por haber publicado un cuento que se consideró indebido. En el régimen castrista fue director del Instituto de Cine, director de la revista Lunes de revolución, que fue cerrada por el gobierno en 1961, y agregado cultural de la embajada cubana en Bruselas. La distancia con el gobierno de Castro surgió poco a poco, a medida que se acentuaba el rigor de la tiranía.
En 1968, a raíz de dura declaración suya contra Castro en la revista argentina Primera Plana, se produjo la ruptura definitiva. Desde entonces sus libros quedaron prohibidos en Cuba. Trasladado a Londres, sobresalió allí como intelectual de prestigio. Un día reconoció que gracias a su destierro llegó a ser escritor profesional. Labor iniciada en 1947 en forma secundaria, y a la que se dedicaría por completo después de interrumpir sus estudios de medicina y apasionarse por las letras, el periodismo y la crítica de cine.
Cuba estuvo siempre viva en su corazón. Por amigos de la isla se enteraba de las noticias internas de su patria, y la prensa mundial le dibujaba la amarga realidad de ese país que había perdido la libertad.
Tres tristes tigres, su novela más representativa, ganadora en 1964 del premio Biblioteca Breve, es una larga noche habanera. Noche iniciada en 1941, año en que por primera vez llegó con su familia a la capital. El descubrimiento de La Habana lo transportó por el cosmos y fue el inspirador de toda su obra. El protagonista de Tres tristes tigres es La Habana, con su música, sus cabarés inundados de humo, su nostalgia y sus pasiones frenéticas. Libro estremecedor y sorprendente, donde vibra el alma popular en la densidad de la noche, bajo la expresión auténtica del lenguaje, el colorido ingenioso de los ambientes, el penetrante toque de humor y la cabal caracterización de los actores.
A esta obra se unen otras de la misma índole, como Vista del amanecer en el trópico, La Habana para un infante difunto, Delito para bailar el chachachá, Ella cantaba boleros. Según revelación de su esposa, otras dos novelas, forjadas hace largos años en el mismo ambiente cubano, quedaron inéditas: Ítaca vuelta a visitar y La ninfa inconstante. Esta última, sobre la que trabajaba en forma intensa en los últimos días, posee fondo autobiográfico.
El afecto que Cabrera sentía por Cuba se tradujo en desafecto hacia la gente simpatizante con el gobierno castrista. En junio de 1992, en reportaje concedido al suplemento mejicano La Jornada Semanal, manifestaba que Gabriel García Márquez “se ha ligado tanto a Fidel Castro que es imposible establecer un juicio literario sin separar al escritor de la persona”, y subrayaba que, siendo imposible verlo en forma imparcial, no podía evitar el considerarlo “muy, pero muy, desagradable”. Tal circunstancia abrió una cisura profunda entre estos grandes escritores del continente, situados ideológicamente en orillas opuestas.
A pesar de que los miembros del boom latinoamericano buscaron que Cabrera hiciera parte de su movimiento, él se mantuvo marginado. Su temperamento independiente lo distanciaba de la mayoría de sus colegas y no veía en algunos de ellos las notas excelsas que les dispensaba la fama. Sobre Carlos Fuentes dijo una vez que no lo consideraba buen novelista sino un político que escribía. A Octavio Paz lo calificaba como extraordinario ensayista, y no pensaba lo mismo como poeta. La calidad de Vargas Llosa la circunscribía a sus primeros libros, La ciudad y los perros y Los cachorros. Admiraba la obra de Alejo Carpentier, pero su interés por él llegaba hasta El siglo de las luces, debido a su vinculación posterior con el gobierno castrista.
Sobre dos escritores guardaba especial consideración: Borges, “el único que será leído con interés dentro de cien años”, y Juan Rulfo, quien a pesar de vivir alejado de la publicidad y no figurar en los salones internacionales, conquistó la inmortalidad con Pedro Páramo, una de las mejores novelas latinoamericanas.
El gobierno cubano guardó absoluto silencio sobre la muerte de Cabrera y no expedirá, por supuesto, ninguna moción de duelo. El único medio estatal que registró la noticia ha sido la revista cultural La Jiribilla. Mientras los cubanos no tienen acceso a los libros de su compatriota, estos circulan en diferentes idiomas y han despertado amplio interés en muchos países, sobre todo de América y Europa. Grandes intelectuales del mundo, lo mismo que una inmensa red de periódicos y revistas, han comentado el fallecimiento con sentidas notas de admiración hacia uno de los escritores americanos de mayor valía.
Miriam Gómez, su compañera inseparable durante tantos años, cuenta que su esposo murió escuchando música cubana, salida de un disco del cineasta español Fernando Trueba. Y agrega que algún día serán trasladadas las cenizas a Cuba, cuando la isla sea libre.
El Espectador, Bogotá, 3 de marzo de 2005.