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Ráfagas de silencio

viernes, 2 de octubre de 2009 Comments off

nov_rafagasSentí que un cuerpo se arrastraba entre la hojarasca. De pronto apareció una serpiente acuerpada, teñida de rombos amarillos. Estaba estática, lista para el combate. Yo pasé por su lado con fingido aplomo. Me sentí morir de pánico, pero aprendí la lección de no atacar a las serpientes para que ellas no me atacaran. Este animal le enseña al hombre una ley fundamental de la vida: que el derecho de cada cual termina donde comienza el derecho ajeno.

cenefitaPrólogo

MUJER Y SELVA

Hay libros que impactan desde el comienzo, y que no sueltan al lector. Y eso precisamente me ocurrió leyendo Ráfagas de silencio, de Gustavo Páez Escobar, obra que se suma a sus ya numerosos logros anteriores, tanto en la novela como en el ensayo y en el cuento.

¿Dónde está la fuerza que atrapa a los lectores de esta novela? Primero, en los personajes: bien estructurados, convincentes, definidos con mano maestra; cercanos por su cálida condición de sufrientes o gozantes, de ambiciosos o desprendidos; arquetipos humanos que se proyectan más allá de las páginas y comprometen los sueños y la vigilia del lector.

En esa categoría se pueden ubicar el narrador Vicente Lizcano, empleado bancario que lucha contra el medio, no el de la selva sino el de lo que solemos llamar civilización; o el médico Emilio Soto, generoso hasta el sacrificio, convencido de su misión sobre la tierra, no solo la de médico del cuerpo sino la de redentor de los oprimidos, que se pelea contra las autoridades sordas a la voz de los necesitados y acaba metiéndose de lleno en la guerrilla, cuando ésta era una fuerza ideológica que se preocupaba por el futuro y no como ahora, un terrorismo sin ideales que se ocupa del narcotráfico y a la que solo entusiasma el dinero mal habido; o como Lorenzo Olivares, el comandante del puesto militar, preocupado por la disciplina aunque a veces la olvide como en el caso de la visita de la francesa Brigitte, que llega con sus faldas al viento y alborota a todo el personal de hombres solitarios metidos en la sorda disciplina del cuartel; o como Gabino Sotomonte, el alcalde, o Martiniano Fandiño, el jefe de correos, o Magdaleno Galarza, el director de la cárcel; y finalmente, como Fidolo Petri, contrabandista, que arrasa con los animales y con la selva, narcotraficante de larga data, violador de las muchachas y asesino de los indios, que parece resumir en su sola persona todos los vicios incalificables de la nefasta Casa Arana.

Y con ellos, los indios, callados, temerosos, perseguidos, como el cacique Yuma, o Toranga, al que Petri le violó la hija; o los mestizos como Sebastián, que también sufrió la violación de su esposa por parte del patrón Petri, hasta que encabezó la ejecución que era indispensable como un acto supremo de justicia y de reivindicación.

Y como llamas vivas, Anabel y Zulema, las hijas no tanto de Yuma como de la selva; dos mujeres sensuales, hermosas, apasionadas, ardientes y profundas como la manigua, misteriosas y fascinantes como ella. Dos mujeres que sacuden las páginas del libro como una fuerza telúrica, y que son barro de los caminos, flor de las enredaderas, ojos de las tinieblas. Porque ellas dos representan la selva arrasadora y redentora, la selva iluminada y sombría; y son, como el paisaje, la suma de la luz y de la oscuridad primigenia.

El libro es eso: selva, barro, pasión, violencia. Y en la misma medida, amor, y un erotismo bien llevado. Y hasta la historia del cura Severino Moravia, y de sor Griselda, es limpia y elemental como los seres primitivos a los que no han deformado los prejuicios. Y ese amor, que no le pide permiso a nadie porque el verdadero amor no necesita de licencias ni documentos ni autorizaciones, es como el de Vicente y Zulema: libertad hasta para renunciar al amor mismo.

Todo se desarrolla en un pueblo que tiene nombre de canción y consecuencias de tragedia: Guaraná. Una calle sola y larga que viene no sabemos desde dónde y avanza no sabemos hasta cuándo. Y en ella, el barro de que estamos hechos, el barro que es carne de los desaparecidos y de los muertos, que es piel de la lujuria, hojas de la enorme podredumbre de los árboles fusilados por los que necesitan más tierra para sembrar más coca; barro que es llanto y semen y sangre y sudor, y que es el distintivo de Guaraná; barro con el que ningún Dios sería capaz de hacer ningún hombre.

Ráfagas de silencio es una novela dura, agresiva, nuestra: como la selva, que pese a que los hombres blancos la han violado para destruirla, seguirá floreciendo y tejiendo la red de sus bejucos y de sus madrugadas, cuando la vida del hombre se haya apagado sobre la tierra.

FERNANDO SOTO APARICIO

cenefita

Un fragmento de la obra

Continuamos por el camino fangoso. De repente surgió ante mis ojos un cuadro terrorífico: una camada de culebras. El hombre me impuso silencio. Los reptiles recién nacidos (diez o doce) estaban enroscados en sueño placentero y mostraban en sus carnes frescas, que parecían bañadas en alguna sustancia aceitosa, colores diversos. Muy cerca vigilaba la madre, una culebra del tamaño de un brazo de hombre. Se trataba de la verrugosa, experta en inocular el veneno por las venas y matar a la víctima en minutos.

Enchipada en su fortaleza, saltaría sobre mí para defender el nido. Sus ojos brillantes y verdosos giraban como brasas encendidas. Con la lengua husmeaba al enemigo. Yo era el enemigo, claro está. Y pronto pasaría a ser la víctima. Sebastián, con sonrisa discreta, observaba mi pavor.

–Pase por un lado –me indicó.

Cuando avancé varios pasos sin sentir la mordedura, supe que me había salvado. La culebra me miraba con ojos de fuego y me dio a entender que podía continuar por no haber tocado sus dominios. Más adelante tropecé con una caravana de hormigas carnívoras, que me embistieron con furor.

–Ahora mire hacia arriba, forastero.

Desde las ramas del árbol me miraba, con ojos penetrantes, otra culebra. Una señora culebra. Despavorido, quise echar a correr. Pero el guía me tomó del brazo y me obligó a permanecer quieto.

–Es muy venenosa –dijo–. Es la coral. Unas veces se esconde en las ramas en busca de comida, y otras persigue a los roedores en las plantaciones de yuca o de maíz.

Un ave de color verde eléctrico se posó en mi espalda y me produjo desconcierto. Luego alzó el vuelo y fue a encontrarse con su hembra, con la que se apareó en la rama de un caimito. ¿Por qué vine a la selva? ¿No era mejor la vida lejos de fangales, culebras y torturas? De todas maneras, a la selva vine a sufrir carencias y suplicios, y yo mismo elegí ese camino.

En medio de tanta privación, hasta la maritornes del río me parecía tentadora. Al otro extremo del sendero se había quedado la india, pendiente de mis andanzas y clavada en mí su mirada de lujuria. Me incitaba con sus tristes desnudeces. Me sonreía con seducción. ¡Pobre maritornes! ¡Pobre de mí!

–Este es un criadero de serpientes –anotó Sebastián.

Sentí que un cuerpo se arrastraba entre la hojarasca. De pronto apareció una serpiente acuerpada, teñida de rombos amarillos. Estaba estática, lista para el combate. Yo pasé por su lado con fingido aplomo. Me sentí morir de pánico, pero aprendí la lección de no atacar a las serpientes para que ellas no me atacaran. Este animal le enseña al hombre una ley fundamental de la vida: que el derecho de cada cual termina donde comienza el derecho ajeno.

El reptil avanzó tras un pájaro que picoteaba una fruta. Cuando estuvo cerca de él, abrió de repente los anillos y luego los cerró hasta hacerle crujir los huesos. Lo masticó despacio, lo saboreó, lo devoró con inmenso placer. Puso tanta maestría en esta operación, que sentí deseos de pasarle un vaso de agua como complemento del banquete.

–Ya puede considerarse habitante de la selva: aprendió a tratar a las culebras.

–Espero que también ellas aprendan a tratarme a mí.

–Ahora le enseñaré lo que significa agredirlas.

Embistió con un palo a otra serpiente, la cual, al sentir el golpe alevoso, se lanzó frenética contra el enemigo. Era una verdinegra, que medía más de un metro y mostraba los colmillos afilados. De la boca le escurría una baba repugnante. Y emitió un ruido sordo desde la caverna del vientre. El hombre avanzaba y retrocedía, saltaba de un sitio a otro y cada vez la hostigaba más.

Mientras más golpes recibía, más se irritaba y respondía con mayor ímpetu. Se empinaba sobre el abdomen. Brincaba contra el adversario. Escuché en el aire unos silbidos parecidos a latigazos, que se replegaron por el humedal. Y percibí en mi cara y en mi propio aliento –dentro de esta sicosis irreprimible– el resuello del ofidio.

–¡Póngase a salvo! –me gritó Sebastián, empapado en sudor.

La serpiente, invencible, avanzaba como un tanque de guerra. Había sufrido serias contusiones, pero no se daba por vencida. Su resistencia era demoledora. La aturdió de pronto un machetazo en la región cervical. Quiso volver a atacar, pero ya estaba fuera de combate. Y enturbió el ojo. En seguida lanzó un espumarajo, dobló la cerviz y vomitó un líquido oscuro. Después le sobrevino un estertor.

Sebastián se sentó al lado del reptil, como el cazador celebra el triunfo junto a la presa abatida. Estaba exhausto, aunque jubiloso, y se tiró cuan largo era sobre la hierba ensangrentada. Cerró los ojos para descansar, y alcanzó a dormir unos segundos. De pronto advirtió que el animal se movía. Lo oyó respirar y quejarse. Lo vio erguirse con pesadez, con clase, escupiendo la rabia por los colmillos trémulos. Ciego y agonizante, el reptil buscaba todavía al enemigo. Aún tenía fuerzas para inocularle el veneno mortal. Pero el machetazo final le cercenó la cabeza.

Cuando nos deslizábamos por el río, el motorista comentó:

–Nunca había tenido una pelea tan reñida.

–Parece usted un amansador de serpientes –lo halagué.

–Lo soy, señor.

El héroe picaba cada vez más el motor, sin duda embriagado por el triunfo. La oquedad de las catedrales del silencio repercutía en las orillas con murmullos fatigosos. Atrás quedaban los raudales traicioneros. Ahora, bajo la reverberación solar, se veía mejor la devastación de las riberas. Los monos aulladores jugaban en las copas de los moriches y se deslizaban por los bejucos celebrando sus acrobacias. Un tapir, parecido a un ternero por su tamaño y su nariz achatada, dio media vuelta cuando escuchó el estrépito de la lancha.

–La una y diez –anunció el motorista, mirando al cielo.

–Apenas se ha equivocado en tres minutos –admiré su precisión.

–La naturaleza es nuestro reloj. Por eso nunca nos equivocamos. Ahora deseará saber por qué soy experto en estos lances con las culebras.

–Desde luego, Sebastián.

–Mi patrono es negociante de serpientes y animales exóticos.

Me contó que con frecuencia venía un gringo que se llevaba culebras, cocodrilos, caimanes, loros, churucos, torcazas, ibis, pavas de monte, tortugas, papagayos, micos, peces, flores, plantas extrañas…

–¿Con permiso de quién? –le pregunté.

–Lo ignoro, señor.

Fidolo Petri, dueño de varios latifundios, explotaba las maderas tropicales y poseía miles de cabezas de ganado, que traficaba de contrabando hacia los países vecinos. Su presencia en la selva databa de 18 años atrás, cuando su padre, un italiano buen mozo y buena vida, viajero por muchos países, subió por el Amazonas y se radicó en la selva colombiana. Se dedicó a la agricultura, la navegación y la pesca. Y a enamorar a las indias. Para él traer hijos al mundo significaba lo mismo que para el tigre tener cachorros: era la manera de demostrar ambos la índole del macho.

Al único que le dio su apellido fue a Fidolo, nombre que tomó de un lejano pariente suyo, mujeriego, bebedor y jugador. La madre de Fidolo había sido una bella cacica, a quien este, aparte de odiar –por creerse superior a la raza esclava de los indios–, terminó despojando de dos fincas.

Por la extensa red fluvial se movía la carga clandestina de Fidolo Petri, sin que nadie se lo impidiera. A sus obreros les pagaba jornales miserables y los trataba con brutalidad. Se apoderó de las tierras indígenas para agrandar sus propios dominios, hasta llegar a ser el mayor hacendado de la región. Seducía a las indias, las violaba y les dejaba hijos malditos, como los llamaba con vanidad y al mismo tiempo los aborrecía.

cenefita

 Comentarios

 Fragmentos

También Castro Caicedo se inspiró en la selva, y en fin, la selva colombiana está presente en la literatura y es lo que ha aprovechado el escritor Gustavo Páez Escobar para producir Ráfagas de silencio. Fernando Soto Aparicio, escritor reconocido, dice que este es uno de los libros que lo agarran a uno desde el principio. Alberto Casas Santamaría, en el programa radial La W, de Caracol, Bogotá, 6 de agosto de 2007.

El tema es apasionante y todas las situaciones las manejas con gran realismo. Se siente el ambiente, el calor, el fango, la algarabía de los animales, se vive cada instante de manera vehemente. Manejas un fino erotismo, sutil y hermoso. Tu arte consiste en mantener el tono, la armonía, sin caer en la ordinariez. El manejo del idioma y de la puntuación es impecable. Utilizas palabras hermosas, exaltas el castellano tan maltratado en estos días. Esperanza Jaramillo García, Armenia, 14 de agosto de 2007.

La vorágine y Ráfagas de silencio tienen de común que una y otra son novelas de clara y genuina índole de protesta social. Ambas denuncian la corrupción de las autoridades en connivencia con los terratenientes; los desmanes del poder; la inequidad de los gobernantes para con los naturales, tratados peor que si fueran esclavos. Es una delicada y humana historia de amor narrada lejos de la cruda sensualidad, la vulgaridad, la pornografía y canallería. Tu narración, desarrollada en un ámbito primigenio y paradisíaco, posee el encanto de una novela bucólica. Vicente Landínez Castro, Duitama, 15 de agosto de 2007.

Gustavo Páez Escobar, un escritor camuflado de banquero, de origen boyacense, conoció a Bayer Jaramillo en un pueblito del Putumayo, donde ejercía como médico oficial, sometido a la impotencia profesional por la falta de recursos para atender a los pacientes y «envenenado» por las injusticias que cometían las autoridades y con la ostensible corrupción de los empleados públicos. Toda esta historia la ha novelado Páez Escobar en Ráfagas de silencio, uno de esos textos que atrapan en la versatilidad de los personajes, el interés social y el humano de la historia y el escenario majestuoso y al mismo tiempo brutal de la manigua. José Jaramillo Mejía, La Patria, Manizales, 13 de agosto de 2007. La Crónica del Quindío, Armenia, 17 de agosto de 2007.

Eres un excelente narrador, manejas una prosa inmejorable, porque aunada a la belleza poética hay agilidad y soltura. Conjugar estos dos aspectos sólo lo logran los verdaderos escritores. Logras comunicar la infinita belleza y el insondable misterio de la selva, el dolor secular de una raza sometida a todas las injusticias, la maravilla del amor verdadero. Gladys García de Londoño, Bogotá, 17 de agosto de 2007.

Ya comencé a leer Ráfagas de silencio y me ha cautivado desde las primeras páginas, por la fuerza que expresan sus personajes y por el espacio duro y agresivo en que están colocados. El prólogo de Fernando Soto Aparicio, a quien considero uno de los escritores más destacados de los últimos cincuenta años en el país, me ha llenado de expectativas. Alvaro Pineda Botero, Medellín, 17 de agosto de 2007.

Es esta novela otra a manera de vorágine más rica en descubrimientos psicológicos, más cargada de poesía evocativa, que obliga al lector a echar paso atrás para disfrutar de nuevo parcelas de impactante buena narrativa. Ráfagas de silencio no es una novela rosa. Es tremendamente humana y transida de dolorosa poesía. Cada capítulo es un mundo complejo y estremecido, que respira vida, amor y muerte. Héctor Ocampo Marín, El Diario del Otún, Pereira, 26 de agosto de 2007.

Me sumergí con tu hermoso libro en la selva amazónica: sentí su grandiosidad, su esplendor, la fuerza de la vida y la húmeda y vigorosa fecundidad que estalla en todos los seres que la pueblan. Conocí en tus páginas un pueblo olvidado entre el barro y el hambre. Ráfagas de silencio es un gran libro que encanta, enseña y apasiona. Mercedes Medina de Pacheco, Bogotá, 27 de agosto de 2007.

Es bellísima: no hay mejor palabra para calificarla. Bernardo Nieto Quijano, La Dorada, 10 de septiembre de 2007.

Muchas han sido las noches que he pasado acompañada de todos los personajes de Ráfagas de silencio y de su autor. No todo es suavidad en la selva, por el contrario, hay mucho de violencia, de injusticia, de luchas estériles para acabar con los privilegios. Esa es la lucha que entablan tus personajes que, no lo dudo, fue una lucha real, en desigualdad de condiciones pero valerosa y aguerrida por parte del médico y del entonces empleado bancario, ahora escritor. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico, 22 de septiembre de 2007.

Gracias a la magia de Ráfagas de silencio pude volver a mi juventud y recordar mis primeras lecturas: Huasipungo, Los perros hambrientos, Siervo sin tierra, y mucha más literatura que, exaltando con dulzura la belleza del paisaje y sus gentes, nos hace sentir menos dolorosa la tragedia de esa otra gente que muchas veces olvidamos y sepultamos dentro del bullicio, la irracionalidad y la dureza de las selvas de cemento. Wilson Alfonso Vallejo Rodríguez, Bogotá, 8 de octubre de 2007.

Estoy encantado con esta obra suya. El nombre del médico legendario Tulio Bayer, protagonista de la novela, junto con la selva, la misteriosa, la implacable, la devoradora de hombres, inevitablemente retrotraen al lector a La vorágine. José Trino Campos, Bogotá, 17 de octubre de 2007.

Ráfagas de silencio es una lectura mesurada y paradigmática del género novela (pinta tu aldea y pintarás el mundo, decían los maestros rusos). Es una vorágine de hechos, de selvas y de personajes tan rica como la obra misma de Rivera; es una novela donde el autor se permite, mediante una precisa caracterización de personajes y roles, adentrarse en disquisiciones esenciales como la de ser escritor, revolucionario, patriota o humanista y auscultar con delicadeza y maestría en la sicología de los hombres, las comunidades olvidadas y las culturas indígenas. Es también un sentido homenaje al luchador de innúmeras causas sociales que fue el médico Tulio Bayer, muerto en París hace 25 años. Iván de J. Guzmán López, El Mundo, 27 de octubre de 2007.

Tu novela es una obra de arte. Es hermosa, preciosa. Pulida y armónica. Tiene un ritmo que marca el paso del lector y lo pierde en nebulosas de ensueño. La fuerza de los actores es arrasadora. Veo por allí tu gestión de banquero honesto y luchador en ambiente tan hostil, y al mismo tiempo tan hermoso. Y el amor, siempre con sus contradicciones y sus paradojas eternas. Luis Eduardo Gómez Gallego, Bogotá, 28 de octubre de 2007.

Frente al hermoso paisaje de Chinauta terminé de leer Ráfagas de silencio. Me encantó. El libro lo hace sentir a uno en la selva, rodeado de barro, que es el barro que muchas veces arrasa nuestras vidas, pero que, haciendo las cosas bien, logramos quitarlo del camino. Cada personaje es fuerte y se desenvuelve con fluidez en una gran trama que hace que el lector conserve el interés de principio a fin. Liliana Páez Silva, Bogotá, 6 de noviembre de 2007.

Es la historia de un pueblo medio perdido en la selva, Guaraná; pero en verdad, es la relación de una época de la vida y tragedia de este país, que hace décadas está sumido en la más oscura violencia, de la que parece que no acabará de salir nunca. Pero no se trata de una obra más sobre este flagelo que todos padecemos. Uno de sus grandes aciertos es la creación de los seres humanos que la pueblan. Ráfagas de silencio es una novela muy bien escrita; una obra de madurez, de reflexión, de dominio del oficio de imaginar y escribir. Personajes, ambiente, historia. Todo está dado en ella para convertirla en uno de esos textos a los que siempre se ha de volver, para entender, así sea un poco, todo lo que le está pasando a esta Colombia que seguimos amando de una manera entrañable. Fernando Soto Aparicio, Ver Bien, Magazín, Bogotá, 15 de noviembre de 2007.

El valor de esta novela es la denuncia, el clamor por que aparezca, de pronto, la mirada del Gobierno sobre este mapa colombiano. Literariamente está construida con un ritmo que no nos deja abandonar su lectura y que va sacudiendo emociones y tristeza de desamparo. La lucha vital del médico es cierta porque conocimos y departimos largamente su ideario y su valor. Fuimos discípulos y camaradas del doctor Emilio Soto de la novela, alias Tulio Bayer en la vida real. Alberto Gómez Aristizábal, director de la Revista La Píldora, Cali, noviembre–diciembre de 2007.

Gustavo Páez Escobar, versátil creador y novelista de realidades sociales, rinde homenaje con esta novela al citado médico caldense, autor de textos que denuncian situaciones amargas que hoy tratan de ser olvidadas. Tulio Bayer fue un incómodo intelectual para quienes gobernaron a Colombia entre los años 30 y 60 del siglo pasado, pues no interpreta el país con el ropaje de la literatura, sino que lo describía con la denuncia airada. Gustavo Páez Escobar además de creador y recreador de bellos textos literarios que acercan a la verdad nacional, es un documental ensayista que mira las entretelas de los sucesos generales con la óptica acertada del estudioso. Jorge Eliécer Zapata, La Patria –Papel Salmón–, Manizales, 23 de septiembre de 2007.

Me impresionó mucho tanta sensibilidad tuya frente a los dolores de nuestra patria abandonada y explotada. La narración que más me conmovió fue esta donde buscas tu propio pasado, y se ha borrado: «Pregunté por el médico y nadie me dio razón sobre él, ni sobre mí. Era como si no hubiéramos existido. Esto me hizo meditar en la condición del ser humano como tránsfuga de la vida. El hombre es un muñeco del olvido». Tu novela me pareció ante todo muy honesta. A la vez que llegas a esas conclusiones filosóficas tan interesantes, admites con cierto candor las debilidades del hombre blanco frente a la contundencia de la realidad americana. Alfredo Arango, Miami, 28 de enero de 2008.

Siempre, desde que me siento parte de esta existencia, por mis días, unos bellos y otros oscuros, he tenido que soportar ráfagas de silencio, así a veces, acribillado por la poesía, sobreviva en esa infinita tarea que es sostenerme de pie. Déjeme decirle que su reciente novela es un libro de viaje, de esos tránsitos que nos arrastran misteriosamente la existencia. La selva y los personajes que usted maneja los capto en un bello enfoque humano. Javier Huérfano, Bogotá, 5 de febrero de 2008.

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