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Archivo para octubre, 2009

Ancízar López, emblema del Quindío

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En julio de 1989, siendo Ancízar López presidente del Congreso Nacional, esta entidad publicó, con textos de Germán Santamaría, un hermoso libro de arte en honor del departamento del Quindío. En las palabras de presentación de la obra, el senador López expresó lo siguiente: “El Quindío es hoy tierra de paz y de trabajo, con el más justo equilibrio social y económico, en donde los ricos no lo son tanto y los pobres son menos pobres”.

Trece años después, el 11 de abril de 2002, quien había afirmado que su tierra era de “paz y de trabajo”, caía secuestrado en su finca de Quimbaya por una banda de forajidos –al parecer de delincuencia común– que lo puso en manos del Eln con fines extorsivos. El Quindío ya era otro. Seguía siendo territorio de trabajo, pero fuerzas extrañas a la región, atraídas por la sensación de riqueza producida por las cosechas cafeteras, habían alterado la paz e impuesto la época de terror que impera en nuestros días.

Drama tremendo el que tuvo que soportar la familia del ilustre quindiano –marginado en ese momento de la vida pública–, y en general toda la región, por tratarse de su líder más destacado y por representar ese hecho una amenaza para los políticos y los dueños de algún capital. Como  los malhechores iban por plata, ejercieron, a la sombra de su macabro negocio, las conocidas artimañas para tratar de conseguir el botín que buscaban.

Meses después, un distinguido sacerdote de Armenia, que cumplía la misión de intermediario de buena voluntad ante los captores, se entrevistó con ellos en un sitio montañoso de Risaralda y allí lo asesinaron. Es posible que el padre Gabriel Arias llevara algún dinero como parte de la negociación, pero también puede suponerse que, por no portarlo, le cobraron con la muerte su acción humanitaria. Hasta tales extremos llegan los grupos subversivos en estas maniobras inicuas que cometen, día tras día, ante los ojos de los familiares y de todo el país.

Luego de tres años de desaparecido, tiempo durante el cual los delincuentes mantuvieron prendida una luz de esperanza –para succionar más dinero–, hace poco vino a saberse, por revelación de un temido secuestrador capturado por los autoridades, que Ancízar López habría muerto en cautiverio, víctima de una seria enfermedad que padecía. La noticia resultó cierta.

El Eln, con una solicitud de perdón por lo que ellos llaman un error, devolvió los restos, ya irreconocibles. ¿Cuánto tiempo llevaban enterrados en la montaña? La familia recibió la última prueba de supervivencia hace cerca de tres años. Otra cruz se agrega en esta cadena de vejaciones, torturas y muerte dentro de la guerra absurda que cubre de lodo el nombre de Colombia y llena de angustia la vida de los hogares y de las comunidades.

El primero de julio de 1966, más de cien mil personas presenciaban en el parque de los Fundadores de Armenia la creación del departamento y la posesión de su primer mandatario, el senador Ancízar López. Había sido él, junto con otros líderes locales, uno de los mayores promotores de la campaña de separación del Quindío del departamento de Caldas.

Días antes, el ministro de Gobierno, Pedro Gómez Valderrama, le había manifestado: “El presidente Valencia me ha dicho que es incapaz de nombrar a otra persona que no sea usted como primer gobernador del Quindío”. Designación que en el siguiente gobierno ratificó el presidente Lleras Restrepo como reconocimiento al caudillo.

Ancízar López era, entendido esto en buenos términos, un animal político. Se le llamaba el “cacique”, denominación que, desprovista de sentido peyorativo, revelaba el firme liderazgo que ejercía como político, hombre cívico y dirigente cafetero de altas calidades. Fue concejal, alcalde de Armenia, gobernador del Quindío, embajador y senador por más de 20 años. Por encima de las posiciones y las dignidades, desarrolló siempre un vigoroso trabajo por el progreso del departamento.

Vivía pendiente de gestionar y obtener todo lo que significara beneficio para su comarca. Era su personero más visible y efectivo en los escenarios nacionales. Así lo conocí, y tuve con él cordial amistad durante mi estadía en el Quindío por espacio de 15 años. Sólo vino a marginarse de la actividad pública en la última etapa de su vida, cuando se entregó de lleno al manejo de sus fincas y a un merecido descanso.

Ha desaparecido el líder, y queda su imagen como un emblema de la tierra maravillosa –llamada en otra época el “Departamento Piloto de Colombia”– que él ayudó a construir e impulsar como un tesoro de la patria.

El Espectador, Bogotá, 15 de septiembre de 2005.
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Dolor en Chita

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A Chita nunca había ido un presidente de la República. Es uno de esos muncipios olvidados que la gente casi no sabe que existen. Sólo ahora, cuando un atentado dinamitero mató a 8 personas e hirió a 15, llegó el doctor Álvaro Uribe dentro de su conocido plan de hacer acto de presencia en los sitios más castigados por la violencia. Si no hubiera sido por este golpe despiadado contra la población civil, los habitantes -¡qué ironía!- seguirían excluidos de la honrosa visita presidencial.

Golpe que hoy sucede en Chita, y mañana en cualquier lugar del país. Este estallido de la dinamita repercute en la provincia ignorada y se siente en todo el país. Y una población desconocida como Chita, por donde apenas pasan de tarde en tarde los políticos que buscan votos y reparten abrazos y sonrisas, adquiere notoriedad y salta a la primera página de los periódicos.

Debo hacer una rectificación a la noticia de que a Chita nunca había ido un presidente: por allí pasó nada menos que Bolívar en los días de la campaña libertadora, hace casi dos siglos. Desde entonces ningún otro mandatario se había atrevido a remontar aquella geografía abrupta y glacial, rodeada de precipicios por toda parte, hasta que el doctor Álvaro Uribe -llamado por el dolor de la patria ensangrentada- tomó su helicóptero y aterrizó en la plaza del pueblo. La diferencia con Bolívar reside en que el Libertador tenía que escalar aquellas cumbres a caballo, durante largas y penosas jornadas.

De todas maneras estuvo en Chita un presidente de la Colombia actual, y esto quedará grabado para siempre en los anales del pueblo. ¿Cuándo volverá el próximo? Quizá dentro de 200 años. Los 8 muertos y los 15 heridos tuvieron, por desgracia, el poder publicitario, en medio de las lágrimas de todos los chitanos, de llamar la atención oficial sobre el desamparo en que han vivido.

Era un desastre que se veía venir. Desde hace varios años operan en los alrededores del Nevado de El Cocuy grupos sediciosos que siembran el terror en esa provincia y en las vecinas. Hace cerca de dos años fue dinamitado el puente Pinzón, situado a pocos kilómetros de Soatá, y aún no ha sido reparado. El tráfico vehicular sigue interrumpido y son enormes, por supuesto, los perjuicios que reciben aquellos pueblos marginados.

La pregunta es elemental: ¿por qué no se ha dado al servicio un puente que es primordial para el desarrollo de la región? Está bien que viaje el Presidente cuando escucha el estruendo de la dinamita, pero es más importante que haya soluciones efectivas y prontas para reparar los daños causados.

La sevicia con que actúan los malhechores es inaudita. En el caso de Chita, utilizaron un caballo cargado de papa, en el que ocultaron 100 kilos de anfo. La explosión, fuera de la cifra ya mencionada de muertos y heridos, dejó 25 viviendas inservibles y rompió todos los ventanales del pueblo. Los 68 policías que habían llegado un mes antes, luego de 12 años de ausencia de la fuerza pública, nada pudieron hacer. Otro municipio destruido, mientras la patria entera se eriza de terror y rabia.

Chita es uno de los pueblos más antiguos del país: su fundación data de 1532, y su erección como municipio, de 1769. Allí moraban los indios laches, de gran ferocidad, los cuales se transformaron en los pacíficos habitantes actuales -alrededor de 20.000-, dedicados a la agricultura y los tejidos. La historia registra un importante pasado patriótico: los chitanos formaron en las huestes de los comuneros, aportando buen número de hombres y de recursos materiales. Los laches adoraban las piedras con la creencia de que ellas habían sido seres humanos. La palabra chita, en lengua quechua, quiere decir cabra, nombre apropiado para aquellos desfiladeros impresionantes.

Región montañosa por esencia, esto ha facilitado la instalación de las fuerzas apátridas que pusieron a correr al señor Presidente. Desde luego, la demencia de los guerrilleros no se detiene en pasados históricos: lo único que les interesa es destruir. Por eso, el país los repudia. Y se solidariza con los sufridos chitanos, que simbolizan a la provincia escondida. La que no vemos y nos duele: esa es Colombia.

El Espectador, Bogotá, 18 de septiembre de 2003.

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Medellín, ciudad prodigio

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Trece años llevaba sin visitar a Medellín -falla que me reprocho como imperdonable-, y ahora, en asocio de mi esposa, regreso a la ciudad con el mismo asombro y la misma fascinación que experimenté cuando la conocí. Esta distancia de trece años ocurrida desde mi anterior visita sirve para hacer algunas comparaciones valiosas entre la urbe violenta de entonces, sometida  por la ley de la bala, y la actual, que no sólo ha derrotado la negra noche que le decretó el narcotráfico, sino que marcha por caminos de franca recuperación y positivo progreso.

Una demostración admirable sobre el valor de los antioqueños para encarar las adversidades lo constituye el hecho de que El Tesoro, que en enero del año 2001 sufrió grave atentado dinamitero -con la destrucción de 180 vehículos y 30 locales comerciales-, sólo duró dos días cerrado y hoy funciona como si nada hubiera sucedido. Es, además, uno de los centros comerciales más hermosos de la capital, a la altura de los mejores de Estados Unidos.

Retrocediendo al mes de agosto de 1990 -cuando escribí en estas mismas páginas el artículo Una ciudad perpleja-, me encuentro con la urbe agonizante que se recogía en los hogares antes de las siete de la noche, miedosa de las tropelías que ejecutaba la mafia en horas nocturnas. Era la época en que Pablo Escobar pagaba una retribución económica por cada policía muerto, y en que El Espectador había dejado de circular en Antioquia tras los bárbaros atentados de que se le hizo víctima por combatir el terrorismo y el dinero corrupto de las mafias.

Hace trece años las obras del metro estaban paralizadas por falta de recursos. Hoy es un servicio en pleno funcionamiento, convertido en eje fundamental del desarrollo vertiginoso que registra la metrópoli. Da gusto observar el sentido de pulcritud, estética y aseo que se exhibe en los vagones, y es placentero disfrutar  de la eficiencia y la comodidad de los viajes. El metro marcó otra cultura ciudadana y le da ejemplo al país sobre lo que significa el espíritu emprendedor de la raza paisa.

La estructura vial es básica para el florecimiento urbanístico y el bienestar de la gente. Este aspecto lo ha cuidado Medellín con celo riguroso, lo que le permite mantener sus calles en óptimas condiciones, tan distinto al caso que se vive hoy en Bogotá, donde los huecos -verdaderos cánceres del espacio público- son desesperantes. Si bien la congestión vehicular en la capital antioqueña es manifiesta, las avenidas periféricas y los puentes elevados ayudan a desenredar el tráfico. Pero falta más por hacer.

El tradicional desfile de los silleteros, que tuvimos oportunidad de presenciar en todo su esplendor, esparce sobre la urbe una lluvia de colorido y fantasía. La magia de las flores acaricia el alma antioqueña como un beso de la naturaleza.

Pocas ciudades tan floridas, arborizadas y fascinantes como Medellín. Las vías por Las Palmas y por barrios espléndidos como El Poblado, fuera de embellecer el paisaje con sus frondosas arboledas, muestran el apego a la montaña como sustancia de la vida. La montaña se anida en el corazón de los antioqueños y es parte de su idiosincrasia.

Hace trece años no existía el Museo Botero y no se vislumbraba que este legado fantástico pudiera llegar algún día. Las gordas -y los gordos- del genial artista se quedarán para siempre como la expresión viva de esta tierra culta, junto con los mensajes perennes de otros maestros antioqueños, en todos los géneros del arte.

Con el escritor Fernando García Mejía visitamos el centro histórico y cultural y nos detenemos, claro está, en las librerías, nuestra pasión irrenunciable. Allí adquiero el libro titulado El Uñilargo, de Alberto Donadío, editado en Medellín por la editorial Hombre Nuevo, texto que recoge la documentada historia sobre la quiebra fraudulenta del Banco Popular en manos de su gerente y fundador, Luis Morales Gómez. El subtítulo de la obra revela su contenido: “La corrupción en el régimen de Rojas Pinilla”.

En otro recorrido, el industrial Manuel Vélez me señala este detalle curioso en sectores deprimidos: las casas se van ampliando con nuevos pisos a medida que crecen las familias, lo que se cumple utilizando las varillas de hierro que se dejan al descubierto en el último tramo construido, para continuar el crecimiento demográfico. Esta circunstancia tendría dos significados: el sentido de unidad familiar, y la previsión para albergar la numerosa descendencia que el antioqueño -con su bien ganada fama de prolífico- avizora en el futuro.

De aquella Medellín de 1770, definida como un pueblito con buenas corrientes de agua y cuatro caminos, se ha saltado a la soberbia metrópoli de hoy, cruzada por veloces avenidas y adornada con suntuosos edificios, airosas residencias, florecientes centros comerciales y encantadoras zonas verdes. Posee la mejor  estructura urbanística y los servicios públicos más eficientes del país. Su  empuje empresarial la sitúa como un emporio en constante progreso.

El paisa, nacido para el diálogo y el trabajo creativo, lleva en la sangre el porte montañero de la franca amistad y la simpatía espontánea, dones que representan su mayor identidad ante la vida.

El Espectador, 21 de agosto de 2003.
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Cometas y desenfrenos

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Villa de Leiva, la plácida localidad boyacense que en junio cumplió 433 años de vida, intensifica el turismo, de por sí numeroso los fines de semana, con dos festivales de alto renombre nacional: el de las cometas, que se realiza en agosto, y el de las luces, en diciembre. Además, existen otros eventos menores, como las Fiestas de La luna y el Fuego, el Festival Gastronómico y el Festival del Árbol.

Este año nos fuimos a elevar cometas e ilusiones por aquel horizonte mágico, pero como los vientos tradicionales ya no soplan en agosto sino en julio (debido a los cambios climatológicos que se han presentado en los últimos años), a duras penas logramos que nuestros hermosos pájaros de fantasía, con sus alas inmóviles y sus colas inertes, despegaran de la tierra.

De paso, tuve ocasión de conocer la locura colectiva de una población juvenil que asiste a Villa de Leiva, con el pretexto de las cometas, a cometer toda clase de desenfrenos. Durante los tres días que dura el festival, la parranda se vuelve frenética. Los residentes de la ciudad, que en su gran mayoría no participan del jolgorio, tienen que resignarse al alboroto y los desmanes que ocurren sobre todo en horas nocturnas.

Parejas juveniles, a veces de trece o catorce años de edad, se dedican en forma desvergonzada al consumo de licor y droga en cantidades insólitas. Para eso vinieron. La juventud moderna no entiende, por lo general, de diversiones sanas, y en materia alcohólica proceden como adultos. Hoy en día salirse de las normas, atropellar y dar escándalo público se volvió una costumbre social.

Deprimente espectáculo el de muchos jovencitos –de ambos sexos– que caminan por las calles de Villa de Leiva (como puede ser por las de cualquier sitio turístico del país) exhibiendo sus terribles borracheras, con una botella en la mano y el ánimo bullicioso y desafiante. Más tarde, repletos de licor y de vicio, muchos buscan la bronca, a veces con resultados peligrosos, y terminan dormidos en plena vía pública, mientras los transeúntes se tropiezan con ellos y hasta se solidarizan con esos cuadros borrascosos que hacen parte de la propia fiesta.

Licor, droga, sexo… A eso va cierta juventud a los festivales de Villa de Leiva. Qué horror. Los flujos de corrientes turísticas encarecen la hotelería y los servicios afines. El costo normal de una habitación se eleva a cifras absurdas. Esto, cuando se consigue hotel, ya que la mayoría han quedado copados desde tiempo atrás.

La preocupación natural que suscita este estado de descomposición es la de averiguar por la actitud de los padres frente al descarrío de sus hijos. La triste realidad indica que ellos viven ajenos a esa conducta, la que no sólo es tolerada por la sociedad moderna, sino que hoy es un sistema de vida. Ya no cabe hablar de disciplina social, porque el mundo contemporáneo marcha a la loca, cada vez más carente de principios y propiciador, además, del libertinaje que invade todos los ámbitos. Ese es el libertinaje que en días pasados vivieron muchos adolescentes, algunos de ellos casi niños, en la fiesta tradicional de Villa de Leiva.

Alguien me contaba un suceso escalofriante: el de una jovencita que, fingiendo llamar desde Bogotá, lo hacía desde Villa de Leiva para decirle a su madre que ese fin de semana iba a estudiar en la casa de una amiga, y que por favor no la interrumpiera, porque iba a estar muy ocupada con los textos. Luego apagó el celular y, asida a su compañero, entró a la carpa instalada en el sitio del camping. Lo que ocurrió durante los tres días del jolgorio licencioso, debe imaginárselo el lector.

Las autoridades de la preciosa villa viven, sin duda, preocupadas por ese desborde de la alegría y asimismo por ese vergonzoso desenfreno colectivo, provocados por la atracción turística que deja beneficios económicos a la población. Es, por supuesto, problema de difícil manejo. Pero se requiere extremar las medidas de control para mantener en tales días, tan propicios para el desorden y la liviandad, un clima de mayor cultura ciudadana.

Por lo demás, Villa de Leiva es sitio encantador. Lugar amable y hospitalario. Paraíso de descanso y contemplación, que ojalá logre preservar su embrujo y su reposo contra las perturbaciones de la paz y del ensueño.

El Espectador, Bogotá, 30 de agosto de 2005.
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Por los caminos del café

martes, 27 de octubre de 2009 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

La afinidad étnica de los pobladores del Eje Cafetero -Caldas, Quindío y Risaralda- ha sido el lazo principal que mantiene unida la región por encima de emulaciones y luchas territoriales. Otro punto de coincidencia es el café, alrededor del cual giraban las tres economías. Es preciso hablar en pasado, ya que el grano agrícola ha dejado de ser básico tanto para el país como para las zonas productoras. Cuando yo vivía en el Quindío, el café era soberano. Un dios todopoderoso. El desarrollo económico lo generaban las cosechas, en altísimo grado, y salirse de esa realidad era andar en contravía.

Voces aisladas, por respetables que fueran, se quedaban sin audiencia cuando proponían diversificar la agricultura o industrializar la región. Euclides Jaramillo Arango, ilustre escritor quindiano y además cafetero, es autor de amena crónica elaborada con fina ironía y delicioso tono folclórico: “Estoy diversificando mis cultivos”. Alberto Gómez Ceballos, que ocupaba la Secretaría de Hacienda, escribió una tesis brillante sobre la necesidad de liberar su tierra de la dependencia rural, divulgada en el libro Industrializar el Quindío: ¿una utopía? Ambos escritos fueron leídos por la gente con simpatía y al mismo tiempo con escepticismo, y hoy son  documentos memorables.

Lo que aconteció después es dantesco. Vino primero la bonanza cafetera, que tantas perturbaciones sociales produjo en la zona, y luego la caída estrepitosa del café en los mercados mundiales (hasta el sol de hoy). Como si fuera poco, el terremoto de 1999 terminó de hundir la región en la peor crisis que se haya registrado en toda su historia. Por poco desaparece el departamento bajo el furor del cataclismo, el que también castigó a los vecinos, aunque allí los estragos fueron menos severos. El Quindío quedó sin fuerzas para levantarse de la destrucción.

Pero el propósito de esta nota no es el de hacer un inventario de calamidades, sino el de mostrar en qué forma una estirpe recia, laboriosa y luchadora -que es la raza paisa que puebla las tres comarcas- logró levantarse de entre las ruinas y edificar el futuro -que hoy es ya presente-, removiendo escombros y poniéndole nuevos cimientos a la existencia, sobre los campos abatidos por la adversidad.

Los quindianos comprendieron al fin que debían diversificar sus cultivos e industrializar su economía. Y se inventaron el concepto de la ciudad-campo. Las fincas comenzaron a organizarse como hoteles campestres, bajo el aroma de los cafetales y el atractivo de los paisajes embrujados. Vinieron los llamados parques temáticos -el del Café y el de Panaca-, se establecieron confortables hoteles cinco estrellas en Armenia y los alrededores, se idearon novedosos motivos de atracción y se creó una  mentalidad nueva, lo que permitió que el país pusiera los ojos en aquel edén tropical y de paso se impulsara el turismo como poderoso resorte para reactivar la economía.

A su vez, Caldas y Risaralda acometían programas similares. Más que competir entre sí los tres departamentos, lo que hacían era formar una conciencia colectiva para conseguir el progreso de toda la zona. El agroturismo se convirtió en la nueva fuente de prosperidad del Eje Cafetero, y el café, por primera vez, pasó a segundo plano.

Nunca antes se había visto tal sentido de integración mediante el empleo de los recursos de cada ciudad y la actitud de la gente para seducir al forastero y lograr el resurgir de un territorio trabajador, habitado por 2’500.000 personas, que no se arredra ante las dificultades. La Autopista del Café, obra vital para este proceso futurista, que abarca 230 kilómetros entre Armenia y Manizales y cuyo costo es de $ 420 mil millones, avanza a todo ritmo.

El maestro Valencia bautizó a Armenia, entonces un poblado incipiente, como la Ciudad Milagro. Si él hubiera presenciado el florecimiento actual tras la catástrofe telúrica, habría confirmado su vaticinio. El mayor milagro consiste en haber vuelto a levantarse la ciudad en solo tres años, luego de ser destruida por el terremoto. Difícil encontrar mayor ejemplo de superación. Una lección para todo el país.

El Espectador, Bogotá, 10 de abril de 2003.
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